El General Pantaletas

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El General Pantaletas

Eran tiempos difíciles, hay que reconocerlo. Todos los tiempos son difíciles. La verdad es que no hay pretérito perfecto. Pero hay tiempos más difíciles que otros. Ocupaba la Presidencia de la República don Plutarco Elías Calles. Este señor inventó muchas cosas. Inventó, por ejemplo, el PRI. O lo que ahora es el PRI. O lo que fue el PRI y ahora ya nadie sabe qué es.

También inventó don Plutarco los destierros diplomáticos. Antes se usaba que nuestros representantes fueran poetas, como Amado Nervo, o escritores, como don Alfonso Reyes. (Realmente don Alfonso no era poeta, pero siempre se esforzó por serlo. O por parecerlo, al menos). A Calles se le ocurrió otra idea: desterrar en calidad de diplomáticos a sus malquerientes y adversarios. Para eso usó como lugar de exilio todo el concierto de las naciones civilizadas. Regó por todo el mundo a sus indeseables, y para eso los hizo embajadores. ¿Que un político había dicho que no, o que quién sabe, en vez de sí? Don Plutarco lo nombraba embajador en China. ¿Que un general había mandado preguntar a San Antonio -la ciudad, quiero decir- el precio de los fusiles de repetición? Don Plutarco lo hacía agregado militar en Timbuctú, y eso que ni siquiera sabía dónde estaba.

A un cierto general, algo revoltoso, pero no tanto como para ser enviado a China o Timbuctú, lo designó embajador en Argentina. A poco de llegado a su sede diplomática el mílite plenipotenciario se enteró -por razones de su encargo, claro- de una circunstancia sumamente interesante: en Argentina había escasez de pantaletas. Faltaban en Buenos Aires las delicadas telas con que se confeccionan esas íntimas prendas para dama. ¡Qué problema! Díganme ustedes si eso no es tema para escribir un tango:

 

“Pebeta / ¿por qué no traes pantaleta? / Caneta, / pareces del arrabal. / Pebeta, / sin pantaleta, / cuando vas por la banqueta / con tu paso de coqueta / se te ve la credencial”.

       

O algo así. La anterior fue una mera improvisación.

El General embajador, con el fino olfato que los generales tenían en aquellos años para el dinero y anexas, se dio cuenta de que ahí había un nicho de mercado, como se dice en el argot mercadotécnico de hoy. Así pues envió un telegrama urgente a su señora esposa, pidiéndole que a vuelta de correo, en la valija diplomática, le mandara una buena cantidad de pantaletas de diversas tallas y colores. La señora se amoscó algo por el pedido, pero en aquellos remotos años las mujeres obedecían a sus maridos. Fue, pues, al Centro Mercantil, en la calle de la Palma, y adquirió varias docenas de esas prendas, a muy buen precio, pues lo consiguió de mayoreo. No le importó que el encargado del departamento de lencería dijera para sí: “¡Vieja gastalona! ¡Es muy lumbre pa’ los calzones!”.

En Buenos Aires el General hizo correr la voz de que en la Embajada de México se podían conseguir pantaletas, y bien pronto las damas de la alta, que en la baja andaban sin nada, acudieron en tropel a comprarlas. Carísimas, es cierto -a precio dólar-, pero así es la ley de la oferta y la demanda.

Se enriqueció en unos cuantos meses el señor Embajador con ese singular comercio, ilícito ciertamente, pero benéfico para el sector femenil. Aquí todos ganaron: las damas argentinas porque ya no anduvieron tan oreadas; el General porque ganó lo suyo; el Centro Mercantil porque vendió una muy buena cantidad de pantaletas, y la esposa del General porque dejó algunas para su consumo.

No obstante eso, cuando el asunto llegó a oídos de Calles quitó de la embajada al General. Si lo cesó para hacerse cargo él mismo del negocio -por interpósita persona, claro- es asunto que sólo la Historia podrá dilucidar. Lo que yo puedo decir es que el cesado embajador fue conocido desde entonces, y hasta el final de sus días, con el íntimo apodo de “El General Pantaletas”.

Esto que acabo de contar no es invención: es episodio verdadero. Si omito el nombre del protagonista es porque dejó profusa descendencia -así como era bueno para vender pantaletas también para quitarlas era bueno- y no quiero exponerme a un mal encuentro.