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El Grano, el Átomo
Unos sobres que contienen las cartas recientes que me ha enviado Jorge Arturo Ojeda –escritor mexicano de la generación de José Agustín y Gustavo Sáinz pero muy distinto de ellos y de La Onda-, algunos separadores que obsequia una famosa librería mexicana que lleva el nombre de un gran personaje indio, marcadores, plumas, lápices, música –la “Segunda Sinfonía” de Schumann- y libros, por supuesto, muchos libros ocupan esta mesa ante la que escribo.
No había podido responder a Jorge Arturo desde hace dos o tres meses. Lo hice la semana anterior. Espero que no se moleste o que no me haya dado por muerto. A estas alturas y en estas circunstancias todo parece más tenebroso y factible.
Los libros tendrán que esperar un poco. Son los que compré en el pabellón cubano de la Feria Internacional del Libro que terminó hace unos días en Arteaga. Se trata de una antología del cuento contemporáneo cubano, un libro de relatos de Lezama Lima, un libro de arte contemporáneo isleño, una antología de cuentos policiacos y algo más.
He iniciado con Lezama Lima, claro. Sus cuentos -al menos los primeros- son tan suntuosos y estilizados como el resto de su “prosa”. Añado comillas a esta palabra porque en Lezama la “prosa” es algo diferente de lo que comúnmente así se llama. Él es siempre un poeta, incluso cuando escribe ensayos. Quien lo haya leído lo sabe.
Cuándo llegará el turno a los otros libros no lo sé, pues Milton y Shakespeare me mantienen al filo de la zozobra. Shakespeare, por razones tan patentes como las que me mantienen tan cerca de Cervantes. Y Milton, porque la lectura de “El Paraíso Perdido” sigue siendo deslumbradora. Sus “flashbacks”, las conversaciones entre el arcángel Rafael y Adán, la capacidad descriptiva del poeta inglés: todo es tan pasmoso.
Poetas diferentes, Shakespeare (1564-1616) y Milton (1608-1674) se ocupan de las mismas cosas pero desde visiones opuestas: al Cisne de Avon le importan las pasiones humanas y no parece estar regido por la Divinidad sino por el Destino o por la Fortuna. A Milton, en cambio, le interesa la escatología de la Humanidad, pero –como es obvio- sólo desde la teología; sin embargo, Milton es inspirado sincréticamente por el Dios judeocristiano y por las divinidades grecolatinas, aunque éstas no sean sino meros recursos retóricos de la época.
Durante siglos la Humanidad ha llevado sobre sus hombros la portentosa imaginación de los griegos, de los cuales los romanos, al menos desde el punto de vista de la cultura, fueron herederos. Zeus es Júpiter: toda la cosmovisión de los romanos será, así sea en cierta medida, una adaptación de la religión y la mitología griegas.
Muchos siglos después, un hombre atormentado por sus propios espectros y por los ajenos –Nietzsche- culpará a Sócrates de haber aniquilado la fantástica naturaleza dionisiaca de los griegos. “El racionalista” Sócrates vendrá a echar por tierra toda aquella maravillosa arquitectura deífica y sus emanaciones en el imaginario y la conducta de los griegos.
Pero su influjo seguirá presente en la fantasía de los seres humanos, poetas, pintores, músicos: Occidente no dejará de invocar a Dionisos, a Apolo, a Afrodita, a Poseidón y a muchas deidades más, a semidioses, héroes y antihéroes y personajes virtualmente emblemáticos de la mitología griega, tan teñidos algunos de tonalidades egipcias y orientales.
La existencia de Homero data, aproximadamente, del siglo VIII antes de Cristo. Esto es: después de casi tres mil años los artistas siguen aludiendo, así sea paródicamente, a estos personajes mitológicos. ¿Por qué? Porque son, después de todo, símbolos de “algo”. Un mito no es una mentira, sino la máscara de una verdad, de una remota y recóndita verdad. Algunas entidades icónicas mexicanas no son otra cosa sino eso: emblemas que se alimentan de nuestra ánima, o bien, mitos híbridos a los que nuestra devoción otorga vida. El mito es una creación colectiva, lo cual tiene mucho qué ver con aquello que Jung llamara “inconsciente colectivo”.
En Shakespeare domina el Destino o la Fortuna. W. H. Auden asegura que, “no sin ingenuidad”, los griegos pensaban que los malvados debían recibir un castigo: “a toda hybris su némesis”, ésa era la máxima. A toda osadía, su escarmiento, o lo que es lo mismo, a todo desorden de la estabilidad, su correctivo. ¿Sucede lo mismo en “El Paraíso Perdido” de Milton? Sí, pero en el drama de Adán hay un ingrediente nuevo: el muy discutible y discutido “libre albedrío”.
Muchos pasajes del poema miltoniano podrían citarse aquí, todos de una intensidad aplastante, pero sólo me atreveré a transcribir dos fragmentos: Dios envía al arcángel Rafael para hablar con Adán y Eva; en el curso de la charla, Adán pregunta muchas cosas al arcángel, entre ellas ésta: “Cuando contemplo esta maravillosa fábrica, este mundo, compuesto del cielo y de la tierra y calculo su magnitud, esta tierra es una mancha, un grano, un átomo, comparada con el firmamento y con los innumerables astros que parecen recorrer espacios incomprensibles. Y, por ventura, ¿esos orbes giran únicamente para distribuir la luz durante el espacio de un día y una noche en derredor de esta tierra opaca, de esta mancha de un punto, siendo por lo demás, inútiles en toda su vasta misión?..” (http://biblioteca.org.ar).
El Enviado responde: “…El gran Arquitecto ha obrado sabiamente en ocultar lo demás al hombre o al ángel; en no divulgar sus secretos para que los escudriñen aquellos que más bien deben admirarlos; si acaso quieren aventurarse en conjeturas. Dios ha abandonado el edificio de los cielos a sus vanas disputas, tal vez con el objeto de reírse de sus opiniones vagas y sutiles cuando lleguen, andando el tiempo a modelar el cielo y a calcular el número y magnitud de las estrellas. ¡Cómo manosearán la poderosa estructura del universo! ¡Cómo construirán, derribarán y se ingeniarán para salvar las apariencias!..” (Ídem).
Tengo frente a mí otra traducción (1873), en libro de papel, la de don Cayetano Rosell, publicada por Conaculta-Fontamara, en la Colección Cisne, que dirige el poeta mexicano Marco Antonio Campos: la segunda edición, del 2014, que es un tanto diferente y más bella, aunque igualmente “traditrice” [traidora], como es de suponer.