Usted está aquí
El inventario de lo perdido
En el ocaso del año propongo hacer un inventario de las cosas perdidas, de lo no vivido, de lo no disfrutado. Me refiero a realizar una contabilidad extraña, pero necesaria para el balance personal: inventariar eso que, en este año, deliberadamente hemos dejado escapar, todo lo hoy es ya irrecuperable: la gratitud omitida, la ayuda no otorgada, el saludo desairado en el corazón, la alegría abandonada, los proyectos muertos en sueños, el significado de las lágrimas lloradas, el tiempo perdido, del tango no bailado, del beso negado.
Los seres humanos, en muchas ocasiones, intentamos encontrar lo valioso en lo que irremediablemente hemos perdido, en lo desperdiciado. Así, anhelamos el mañana dejando de disfrutar el misterio del presente, sin darnos cuenta que comprender tarde es como jamás haber comprendido, sin percatarnos que somos sólo dueños del esfuerzo, no del fruto.
Casi termina el año, y me pregunto ¿Qué he dejado de hacer? ¿Qué experiencias abandoné al lado del camino? ¿Qué propósitos quedaron en buenas intenciones? ¿Qué momentos para disfrutar quedaron sin ser colmados?
Este inventario podría ser un acicate para ser más cuidadosos en 2016, con todo aquello que la vida gratuitamente nos brindará, pero debido a la terquedad de existir corriendo y compitiendo, aderezados por la impaciencia y mal humor, ingenuos de nuestra finitud, sencillamente dejamos de gozar.
Sabias recomendaciones
Séneca decía que las personas nos preocupamos por vivir largos años y no en vivir bien, siendo que, en las manos de todos está la posibilidad de vivir bien, y en la de nadie la de vivir largo tiempo.
Por otro lado, en el Talmud se puede leer: “al final de tu existencia también serás juzgado por los placeres lícitos no gozados”, esos placeres no gozados también hay que inventariarlos.
Somos desdichados…
Al tratar de obtener el sustento de la vida solemos andar como locos, trocando lo malo por lo bueno, apeteciendo cosas perjudiciales como si fueran las mejores. Queremos vivir por siempre, pero obviamos convivir el momento, deseamos grandes, inmensos placeres, pero se nos escapan esos que nacen de los pequeños encuentros humanos, los que provocan alegría sencilla, pero buena alegría.
En fin, frecuentemente, obviamos eso que proporciona gozo auténtico: el estar en familia, el trabajo diario, la serenidad de una siesta, la mesa compartida con aquellos que queremos, la silenciosa caminata, el olor del café, los imperceptibles detalles que espontáneamente surgen durante el día, los atardeceres y amaneceres, la lectura de un buen libro, el tiempo con el amigo, la música que alegra y engrandece el alma, el placer de brindar un servicio, el agradecimiento, el afecto o el saludo dado o recibido, el estar en paz con Dios, el poder percatarnos que el mundo, a pesar de los pesares, es aún hermoso, y tantas otras cosas que, al ser gratuitas – o “pequeñas” - no son valoradas adecuadamente.
Somos desdichados por no apreciar realidades y momentos que son fuente de alegría, por hacer las cosas por puro placer, no con placer. Por olvidar lo corto que es la vida y entonces andar procurándonos imposibles.
Para nuestro gozo
Tal vez, sería bueno recordar que la felicidad no consiste en carecer de problemas, sino conseguir que las dificultades, obstáculos y padecimientos de nuestra condición mortal no ahoguen la alegría y el gozo del alma”.
He tomado prestado un cuento que apremia tomar conciencia sobre el auténtico significado de la vida. Es una historia que invita a darnos cuenta que la felicidad reside en las pequeñas situaciones que la vida ofrece, que son totalmente disfrutables y que brillan para nuestro gozo. Para percatarnos que el verdadero tiempo vivido es sencillamente el disfrutado.
El buscador: Un cuento de Jorge Bucay
Me refiero a un cuento que he encontrado en un excelente libro (“Cuentos para pensar”. Editorial Océano) del escritor argentino Jorge Bucay, que dice:
“Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador...Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra. Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda”.
Kammir
Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo. Así que lo dejó todo y partió.
Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras. La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada. Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquél lugar.
Las tumbas
El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor. Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras: Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días.
Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar. Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla. Decía: Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas.
El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba. Una por una, empezó a leer las lápidas. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto. Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años... Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.
No hay maldición
El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó. Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar. -No, por ningún familiar dijo el buscador - ¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños? El anciano sonrió y dijo: - Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré:
“Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello. Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella: A la izquierda, lo que fue disfrutado. A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.
Conoció a su novia y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media? Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso... ¿Cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana? ¿Y el embarazo y el nacimiento del primer hijo...? ¿Y la boda de los amigos? ¿Y el viaje más deseado? ¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano? ¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones? ¿Horas? ¿Días? Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos... Cada momento.
Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido”.
Sin duda, lo no disfrutado es la esencia del inventario de lo perdido.
cgutierrez@itesm.mx
Programa Emprendedor
ITESM Campus Saltillo