El maldito dólar

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El maldito dólar

La gente común, por ser común y por ser gente, no entiende esos manejos de la Bolsa que se desploma y luego se recupera; del dólar que sube y nunca baja; del peso que flota —dicen— cuando todas las evidencias muestran que está hundido. La gente común entiende solamente que cada día la vida está más cara, y que el dinero no alcanza ya para vivir.

¿Qué está pasando? Se lo preguntaría yo a algún economista si no tuviera la seguridad de que los economistas saben tanto como usted y yo acerca del asunto, y están igual de asustados. Algo ha sucedido con el mundo. Se ha hecho tan pequeño que nada es ya lejano. Las comunicaciones han acercado las noticias, sí, pero también han puesto a nuestro alcance los pánicos financieros, que nos impactan ahora sucedan en Rusia o en Hong Kong, en Pekín o en Singapore, lo mismo que nos llegan los virus de China.

Cierto día le dije a don Abundio, el mayordomo de nuestro rancho en el Potrero, que estaba lloviendo en Saltillo, en Arteaga, en Ramos, en Monterrey y en la Villa de Santiago.

—¡Carajo! —exclamó el viejo con asombro—. ¡Pos está lloviendo en todo el mundo!

Igual las cosas ahora. En eso de las finanzas y la Bolsa está lloviendo en todo el mundo. Menos, quizá, en Estados Unidos, que sigue la marcha de los acontecimientos como quien oye llover. Ellos, la verdad sea dicha, ahorraron “for a rainy day”, para un día lluvioso. Llevan trabajando y ahorrando más de 200 años, y cuando hay pánico financiero pueden oír la lluvia sin mojarse. En cierta forma se parecen a aquel hombre de quien hablaban otros dos.

—Oye: ¿cómo se hizo rico Fulano?

—Trabajando.

—¡No, pos así qué chiste!

A los norteamericanos su religión les enseñó que el reino sí es de este mundo. Nadie les dijo cosas como esa de que el dinero es el estiércol del diablo. Aquello de que “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico se salve”, ellos lo pusieron entre paréntesis y no le hicieron mucho caso. Todos prefirieron ser ricos a ser camellos. Cuando alguien les advirtió que el dinero no compra la felicidad ellos respondieron que sí, que quizá, que a lo mejor, que quién sabe, pero que en todo caso el dinero puede servir para comprar el género de infelicidad más agradable. Y se pusieron a hacer dinero. Es decir, se pusieron a trabajar.

Nosotros, en cambio, recibimos por herencia de la España la idea de que el trabajo es cosa de gente plebeya. “O iglesia, o mar, o casa real”. Nada más en eso podía ocupar sus horas el hidalgo: en el servicio a Dios, en la aventura exploradora para buscar el oro o trabajando como burócrata del rey. El mismo dicho castellano que arriba puse lo expresó a la mexicana César Garizurieta, por mal nombre “El Tlacuache”, cuando dijo aquello de que “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.

Las consecuencias están a la vista. Los gringos son ricos y nosotros somos pobres. Y no hay vecindad más peligrosa que la vecindad de un indigente con un adinerado. En el trato entre México y Estados Unidos los dos somos vecinos muy incómodos el uno para el otro. Ellos amenazan nuestra soberanía y nosotros amenazamos su tranquilidad. Ellos nos están comprando todo y nosotros cada día tenemos menos qué venderles. Cuidemos por lo menos nuestros recursos naturales. Hagamos como aquel loquito de Saltillo que no quería vender el último queso que traía en la canasta. Decía:

—¿Después qué vendo?