El pan y la sal (y la carne)

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El pan y la sal (y la carne)

Había hace 100 años 11 panaderías en Saltillo. Desde la llegada de los españoles con sus sembradíos de muy buen trigo candeal, y de los tlaxcaltecas, con el pulque que criaban sus magueyes, se logró la feliz unión del pulque y el trigo en el sabrosísimo pan de pulque. Desde entonces hasta nuestros días la elaboración de buen pan ha sido el pan nuestro de cada día en nuestra ciudad.

El pan Gariel, sabrosísimo con el puchero de res, fue invención local, como también han sido gloria saltillera el pan de La Reina; el de los Mena; los celebrados birotes de la panadería El Radio; el pan de azúcar de La Crema; con las delicias de El Fénix, El Veinte Negro, La Espiga, La Chontalpa, La Huasteca, La Española, El Popo; y entre las de antes, la famosísima y muy prestigiada panadería La Antigua Muralla, de don Leoncio Saucedo, caballeroso caballero que en su señorial establecimiento de Hidalgo y Escobedo, cabe el templo de San Juan Nepomuceno. Era visita cotidiana de quienes vivíamos en el barrio, por su riquísimo pan, en el que seguramente pensaría el buen padre Secondo cuando confesaba a los niños, y tras oír la relación de sus veniales culpas les imponía con una sonrisa dulce la penitencia de tomarse una taza de chocolate con pan de azúcar.

Hay que mencionar la llegada de El Churumbel, que se estableció por la calle de Victoria, muy cerca del Cinema Palacio, donde Juan Aligué, de prosapia catalana, hacía unos increíbles pastelillos franceses, un beatífico brazo de gitano, un niño envuelto que casi era pecado desenvolverlo, y unos pasteles borrachos cuya miga bañada en ron o brandy, a escoger, era un manjar cardenalicio.

Todos los tesoros de la panadería volcaban su cornucopia en las mesas saltillenses de limpio mantel bordado, humeante jarro en el que se batía el chocolate de metate, con sabores de canela y vainilla, al que el molinillo sacaba espuma abundantísima; y en la bien provista panera, las conchas, chorreadas, cuernos, apasteladas, molletes, marquesote, polvorones, chamucos, empanadas de nuez y piloncillo, semitas, revolcadas, monjas, alamares, morelianas, donas, bizcochos y todo el largo catálogo y la infinita variedad de panes que en este mundo y —espero— en el otro han sido y —espero— habrán de ser.

Pero no sólo de pan vive el hombre. Buenos comedores de carne -como norteños que son- han sido siempre los habitantes de Saltillo. Dígalo si no la abundancia de carnicerías que ha habido siempre en el mercado, donde los carniceros ocupan parte importante y bullanguera de las amplias naves. Hace poco más de un siglo había nueve expendios de carne en la ciudad. Esto no quiere decir que necesariamente sus propietarios fueran carniceros, ya que entre ellos encontramos nombres de muy encumbrados personajes, sino que esos expendios ponían a la venta los animales que se traían de las haciendas de esos señores, entre los cuales estaban don Clemente Cabello, don Melchor Lobo, don Federico Saucedo y don Isaac Siller. Señores de mucho señorío fueron ellos; sus apellidos se perpetuaron en nuestra ciudad.