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El sexo debilísimo

No quiero contradecir a nadie, pero creo que el verdadero sexo débil es el masculino. Si los hombres tuviéramos que pasar por lo que pasan las mujeres -síndromes premenstruales, embarazos, partos y todo lo demás-, los machos de la especie ya habríamos desaparecido de la faz de la tierra, con excepción de unos cuantos a quienes Mamá Naturaleza, en su infinita sabiduría, habría dejado para los fines de la procreación.

La mujer es la gran protagonista de la vida, y el hombre apenas un partiquino o extra. Todo gira en torno de la mujer. Cuando nace un niño la gente pregunta: “¿Cómo está la madre?”. Cuando se casa un hombre la gente dice: “¡Qué hermosa se ve la novia!”. Y cuando muere un señor la gente inquiere: “¿Qué le dejó a su mujer?”.

A mí eso me parece muy justificado. Y es que los hombres somos bastante necios y engorrosos. Recordemos el caso de aquella viuda, todavía de muy buen parecer, a quien sus amigas pretendían conseguirle un nuevo esposo.

Cierto día le dijeron que le tenían ya un partido.

-¿Quién es? -preguntó ella.

-Fulano de Tal -le respondieron-. Es viudo como tú, sin hijos ni compromisos de parientes. Tiene una buena casa y un buen coche; dinero no le falta. Es señor serio, sin vicios. Te conviene.

Preguntó la viuda:

 -¿Qué edad tiene?

-70 años -le dijeron.

-¡Ah no! -prorrumpió la señora-. ¡No voy a batallar con próstatas que ni disfruté!

La mujer, en efecto, puede prescindir con facilidad del hombre. Nosotros, en cambio, no podemos vivir sin una madre; sin una esposa -novia, amante, amiga o compañera-; sin una hija, o sin quien haga las funciones de todas esas indispensabilísimas mujeres.

Durante muchos siglos el varón vivió engañado. Tenía la equivocada idea de que el sexo fuerte es el suyo. La mujer, sabia como es, lo dejó vivir en el error. Recientemente, sin embargo, el macho de la especie humana ha descubierto su debilidad, y por consiguiente la fuerza del sexo femenino. Ese novísimo descubrimiento explica fenómenos de nuestra época, como el de los metrosexuales: el varón, sabedor de su fragilidad, procura parecerse a la mujer y adopta algunos de sus usos y costumbres: el maquillaje, las tinturas del pelo, la ropa de diseñador, la manicura, los accesorios de marca... Ya intuíamos eso desde antes, de ahí el uso de la corbata, única prenda con algo de femenino -la variedad de colores- que a los hombres se nos permite usar. La moda de llevar aretes los varones, o de lucir cola de caballo, son también acercamientos a lo femenino.

Con esto no quiero decir que quienes asumen tales prácticas sean feminoides. Lejos de mí tan temeraria idea. Por el contrario, veo en eso un signo muy esperanzador: el de la reconciliación de los sexos. Maquillados y con bolsa de marca los hombres tendrán sólo que aprender a llorar a voluntad para tratar con la mujer en condiciones de igualdad.

En el pasado siglo, la mujer quiso parecerse al hombre. Surgieron el traje sastre, la costumbre de fumar y beber, el uso de los pantalones, y últimamente el empleo por las mujeres jóvenes de la palabra “güey”. Ahora, en este siglo, el hombre quiere parecerse a la mujer. Dentro de poco no existirá ya aquella antigualla que tan agradable era: el sexo opuesto.