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El silencio de un sismo (Cobertura Vanguardia)
Siempre me ha maravillado el silencio. Lo disfruto cada que puedo. El ruido de la nada, la calma budista de una noche lúgubre en casa o el silencio paradisiaco de un atardecer en la playa, sólo armonizado por el concierto de olas que van y vienen, incansables.
Por eso, en momentos en que todo es ruido, gritos, cláxones, mentadas, motores de autos, rechinido de llantas, el silencio es un acompañante muy poco común, como un trueno en medio de un día soleado.
Pero en la contingencia del sismo que azotó a distintas ciudades del país, principalmente en la Ciudad de México, descubro un silencio diferente. Durante las labores de rescate, hombres arriba de lo que antes era una escuela, un edificio de oficinas o un complejo habitacional, hurgan para encontrar un aliento en el rompecabezas de concreto. Cuando creen escuchar el tufo de esperanza viene el pedido de silencio. El puño arriba es la petición de mudez.
Allá en los edificios derruidos se miran a los espartanos hombres alzando el puño y todos emulan. La anciana que entrega agua, el millennial que reparte sándwiches, el matrimonio que carga víveres, el obrero que cuida la cinta preventiva, el barrendero que pasa por el lugar, el soldado de mirada recia, el paramédico que espera heroico por que soliciten su apoyo, la psicóloga que llegó a prestar sus servicios, el universitario que carga con el megáfono… Todos levantan puño y guardan silencio; un silencio que obliga a tragar saliva, que contrae. Parece como si el tiempo se detuviera.
El silencio en la contingencia de un sismo, descubro, es el silencio de un país que se encadena a una misma esperanza. El silencio en los trabajos de rescate, descubro, es el grito asfixiado. No es un silencio común. Siento que descubrí un nuevo tipo de silencio, el de la unión, el suspiro infinito.
El silencio se apaga y despierta el caos.
Silencio.