El si/no maldito

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El si/no maldito

“¡Qué carga tan insufrible
es el ambiente vital,
para el mezquino mortal
que nace en signo terrible!”

Duque de Rivas

Nada más difícil que buscar un libro entre un montón de manías. Si se supone que soy un “profesor” y que ésa es la manera en que puedo subsistir en este mandala, no comprendo por qué soy tan desorganizado y caótico. Buscar y encontrar un libro se convierte en una tarea que me provoca ataques de histeria lírica: ¿dónde diablos están el Duque de Rivas y José Zorrilla?
En la búsqueda han saltado obras y autores cuyo encuentro es extraordinario, sí, sí, maravilloso, qué bien que me salen al paso sin llamarlos. Pero si estaba seguro de que el Duque y Zorrilla estaban ahí, justo ahí, ¿por qué no aparecen? ¿Es que los libros se mueven?, ¿los poetas nos juegan bromas como ésta; se esconden, se pitorrean de nosotros y ríen a carcajadas viendo cómo nos angustia esa búsqueda?

Michel Tournier y “El rey de los alisos”, Gérard de Nerval y “Aurelia” y “Quimeras”, la obra fotográfica de Lewis Carroll, Goethe y sus “Elegías romanas”, la edición de “Paradiso” que hace tiempo tanto necesité, la poesía de Celan… Parece que todo lo que estuve buscando durante los últimos meses de pronto se confabula para hacerse encontradizo. “¡Hey! ¡Vaya, por fin das con nosotros! ¡Aquí estábamos! ¿Cómo no nos buscaste en este lugar el año anterior?”, me dicen todos con sus vocecitas de cartón. Y pienso en Hoffmann, el alemán que inventó una siniestra gólem y un cascanueces animado, y a quien hablaban los objetos.

Contesto: “Hombre, qué bien. Qué bueno que están aquí, ¿eh? Muchas gracias, pero en este momento busco otra cosa. ¿Han visto por ahí al Duque de Rivas y a José Zorrilla?” Se miran unos a otros, interrogantes.

“Eh… Pues no, no los hemos visto. Deben estar en aquella área. ¿Recuerdas que hace dos años pusiste, según tú, un poco de orden y colocaste toda la literatura española en aquel estante? Nosotros estamos en… Oye, ¿dónde estamos?”

El comentario me parece tan cínico que cierro con fastidio las tapas de la caja y sigo escuchando sus vocecitas apagadas: “¡Oye, oye! ¿Qué pasa? ¿Por qué vuelves a dejarnos aquí? ¡Abre! ¡Ábrenos!”. Pero no me produce gracia. Lanzo una larga parrafada a la Divinidad en el más puro estilo melodramático.

No transcribiré aquí dicha parrafada, emitida, por cierto, no en prosa, sino en un verso libre de aire elegiaco. Aunque siempre es lo mismo: Ay, Dios mío, no… ¿Por qué? De veras que no tengo remedio… ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? Oh no, ¿por qué? ¿Qué fue lo que hice que tengo tan mala estrella? En fin, las cosas que todo el mundo se dice en casos semejantes.

Uno de mis alumnos me consoló ayer: “Pero no hay problema, esas obras están en pdf…” Es cierto, están en pdf, pero no voy a sumergir mis ojos desahuciados en el charco de la pantalla de una computadora. Además –y con el perdón de la tecnología digital- ése no es el problema. El problema es que no encuentro esos libros y estoy absolutamente seguro de que estaban en…

¿Estoy seguro de que estaban en ese estante? No, no lo estoy. Sé que los tengo, pero no sé en qué punto de la barahúnda bibliográfica que en parte es mi vida cotidiana estén. Sé que el rostro del Duque me mira con altanera elegancia desde la reproducción de la portada y que otro grabado sepulcral  ilustra la cubierta de “Don Juan Tenorio”. Pero-ignoro-dónde-están-esas-ediciones. Repito: no-sé-dónde-están-esos-libros.

¿Es normal? ¿Suceden estas cosas a todo el mundo? Es decir, tengo las obras en la cabeza, y lo digo sin ninguna presunción. Algunos poemas de Ángel de Saavedra, dos o tres obras dramáticas -“Don Álvaro o La fuerza del sino” entre ellas-, lo mismo que algunos poemas y dos obras teatrales de Zorrilla están más o menos asimiladas. Bastaría con una larga y refrescante reflexión en torno de ellos, de su obra y del romanticismo, y claro, de una buena ojeada a las versiones en pdf para que mi ridículo ante los chicos no sea tan grave.

Pero ése no es el asunto. El asunto es que no-encuentro-esos-libros-por-ningún-lado y los he buscado ya desde hace dos semanas ¿o más? Por otra parte, el tema de marras es doble: 1) quiero cumplir responsablemente con mi trabajo de “profesor”, 2) pero también necesito resolver un “problema astral”, demonios, por llamarlo de algún modo.

Como personaje de algún cuadro de Caspar David Friedrich me asomo al abismo y no me parece sublime, cual se esperaría de un verdadero romántico, uno de raíz germánica. Al contrario: me abruma, me aplasta la ordinariez del suceso. No encontrar un libro es no encontrar un zapato es no encontrar una camiseta es no encontrar un sentido es no encontrar el significado de la vida, de mi vida. No encontrar un libro es el absurdo.

Y sucede una y otra vez sin perder su lozanía. No encuentro esto, no encuentro aquello. Un día terminaré por no encontrar mi rostro en el espejo del baño o mi propio cuerpo para llevarlo a asear debajo del agua de la regadera. Ése es el rasgo característico del absurdo: ser siempre lozano. Si no lo fuese, resultaría cotidiano y trivial.

No encontrar al Duque de Rivas y a Zorrilla debiera convertirse en una resignación. Pero bueno, ¿qué estoy diciendo? ¿Cómo “una resignación”? ¿De qué estoy hablando? Resignarse ante esta digamos circunstancia es como dar por sentado que esto no tiene ningún sentido, que nunca lo tuvo. Y cuando digo “esto” me refiero a/ Ya se sabe a qué me refiero, ¿no?

Me apresto, pues, a dejar de buscar analógicamente para hurgar de manera electrónica. Entraré en los ámbitos del drama que inventaron estos hombres en su siglo XIX y trataré de ver –y de hacer ver a los chicos- qué actualidad tiene eso que seguimos llamando helénica y operísticamente “el Destino” o “el sino” y qué vigencia puede seguir teniendo “el amor”. El drama no es sólo teatral; también es poético y ontológico. ¿No resulta amargamente –quizá jocosamente- paradójico.