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El zaurino
Yerberías o herbolerías, que de los dos modos se han llamado, ha habido muchas en Saltillo. Entre las más famosas contó la de don Eduwiges, en el Ojo de Agua. Zaurino, le decían las gentes, adaptando al modo popular la palabra “zahorí”, que quiere decir adivinador. Le atribuían virtudes sobrenaturales, poderes prodigiosos. Decían que podía leer en el futuro como en un libro abierto, y que el pasado de los hombres –y el de las muejres, que suele ser más interesante– no tenía ningún misterio para él.
No era brujo don Eduwiges, no. Buen católico, devoto de San Juan Nepomuceno, era –eso sí– yerbero. Conocía las virtudes ocultas que residen en las hojas de las plantas, en su raíz profunda y en sus frutos. Sabía cuál hierba sirve para quitar hoguíos; con cuál se curan los teleles; cuál otra es buena para prevenir patatuces y soponcios. Administraba sus hierbas con parsimonia de sabio médico graduado, y ni siquera se sonreía cuando en voz baja, para que nadie los oyera, los señores de edad madura le pedían la garañona, potente hierba capaz de volver el ánimo al más desanimado.
Cierto día llegó con don Eduwiges una muchacha llorosa y afligida. Le contó que era recién casada, y sufría porque su matrimonio se iba a pique. Su marido le había salido discutidor, pleitista. Por quítame allá esas pajas la reñía; con el menor motivo la llenaba de maldiciones. Y ella no se quedaba atrás. Ah no, señor. Le respondía, porque no era nada dejada, según decía con orgullo. Entonces se trababa el pleito. Se hacían de palabras –y se deshacían–, y aquellas peleas eran cotidianas. Había, claro, reconciliaciones –los recién casados tienen recursos con qué hacerlas- pero a poco surgía algún otro casus belli, otro motivo de pleito, y las hostilidades empezaban otra vez. Aquello era el cuento de nunca acabar. Pero ella quería a su marido, reconocía la muchacha, llorosa. Por eso había ido con don Eduwiges, para saber si por casualidad tenía alguna hierbita milagrosa que sirviera para evitar los pleitos entre esposos.
Sí la tenía don Eduwiges, y no por casualidad, sino porque la había buscado. Abrió un pequeño cajón y sacó de él un cucurucho con hojitas. Lo entregó a la muchacha, y le dijo que debería hervirlas. Ya frío el cocimiento lo dejaría reposar en un jarrito de barro. Y cuando su marido le dijera una palabra fuerte, le bastaría dar un trago a aquella mirífica poción para evitar el pleito.
–¿Grande el trago? –preguntó ansiosa la muchacha.
–Grande o chico, es igual –le respondió don Eduwiges–. Lo importante es que no te lo pases. Déjatelo en la boca. Con eso se acabarán los pleitos.
Y se acabaron, claro. Para pelear se necesitan dos, y a las voces de furia del marido la muchacha no respondía ya. Estaba ocupada en retener en la boca el trago de la mágica hierba prodigiosa. Viendo el manso silencio de su mujer el marido se avergonzaba de sus gritos, y sus palabras se volvían mansas, sosegadas. La conyugal tormenta se disipaba en una dulce lluvia de amorosos conceptos y caricias.
No se cansaba después la muchacha de dar las gracias al yerbero por la eficaz virtud de la hierbita que le había recetado. Don Eduwiges nomás se sonreía, y no decía nada.