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Élfego Alor: La imagen perseguida
Hay dos obras desconcertantes en la exposición que el artista coahuilense Élfego Alor exhibe en la Galería Albricci de nuestra ciudad: “Apolo” (el que nunca muere) y “Silvia” (la selva). Son retratos de personas para nosotros desconocidas y son, además, representaciones míticas de personajes que nos resultan cercanos y familiares, especialmente el primero.
Se trata de dos cuadros de pequeño formato pintados al óleo y con hoja de oro sobre panel. “Apolo” (13 x 18 cm, formato horizontal) está representado por un adolescente, o mejor dicho, por la cabeza de un muchacho; una cabeza esquiva, caprichosa, de gesto huidizo. “Silvia” (23 x 30.5 cm, formato vertical) es una mujer joven a la que vemos de cuerpo entero, sentada sobre una silla de alto respaldo, vestida con blusa blanca, abundante y tornasolada falda azul y rebozo color durazno; su gesto también rechaza con molestia la lente o la observación del pintor, aunque mira hacia nosotros con cierto desprecio ante lo que ella podría considerar nuestra intrusión.
Ambos cuadros muestran el dominio de una técnica, la pericia de una extraña profesión, la de representar algo en una superficie bidimensional: el lienzo, el papel, el cuadro. Ahí quedan capturadas las figuras, las formas, las líneas de que se valió el pintor para decir lo que quería decir. Apolo y Silvia aquí; tejedoras, bailarinas y otros personajes allá, en otros cuadros tan acuciosos como los mencionados. Para nadie que vea las obras de Élfego Alor escapará el hecho evidente de que el dibujo es uno de los grandes protagonistas de su trabajo plástico.
Todos tenemos una idea de Apolo: era, según la mitología griega, un dios hijo de Zeus y Leto; se lo relaciona con el Sol, la verdad, las artes y las musas. Apolo ha sido estéticamente representado desde una antigüedad relativamente remota y siempre como un hombre de belleza clásica y juventud plena. Élfeo Alor no rechaza la tradición pero la transforma: su “Apolo” es un adolescente hermoso pero ya no se presenta ante nosotros con placer y con la conciencia de ser venerado, como en Grecia o en la Florencia del Renacimiento, sino con disgusto, como si estuviese harto de ser adorado por los mortales.
El cuadro es de dimensiones muy breves y su factura parece la de un pintor casi manierista, lo mismo que “Silvia”. La cabeza del joven, que es lo único que vemos de este personaje, fue ceñida con una corona de laurel –una luréola-, como los poetas clásicos. El fondo es un plano de oro, nada más; oro que parece confundirse entre las grandes hojas de laurel también áureas. Como en la pintura bizantina o el arte miniaturista de los monjes del Medioevo, el pintor ha utilizado oro como un pigmento más. Esto da a “Apolo” y a “Silvia” un raro aspecto de iconos instalados en las fronteras de lo sagrado y lo maldito: lo mítico.
Qué ambivalencia. Tanta como la que hay en el hecho de hablar aquí de los iluminadores medievales de Occidente, el arte bizantino y el manierismo. Pero es que todo eso, y otros rasgos estilísticos más, están presentes en estos cuadros. ¿Son retratos? ¿Ese muchacho, esa joven mujer pidieron ser retratados por el pintor? ¿Solicitaron ser representados de esa manera? No lo sé. No lo creo. El artista –como otros suelen hacerlo- ha “recuperado” modelos del natural, es decir, de la vida cotidiana, y los ha fotografiado y/o hecho posar ante él para dotarlos de un estatus mítico.
Me pregunto si ellos –los personajes “reales”- se han reconocido en el cuadro, si la gestualidad es propia de su carácter o responde a las circunstancias, si tal actitud se debió a una sugerencia del artista o si de verdad se resistían a posar y a servir como modelos. Apolo es esquivo, rehúye la mirada del espectador, casi la rechaza caprichosamente. Parece decir: “No, no, no, por favor…”. Y Silvia dice con su rostro y con su mirada: “¿Ustedes qué hacen aquí? ¿Qué quieren de mí? Váyanse. Déjenme en paz…”.
Una Silvia –silva: selva, bosque- como ésta recuerda a otra, la francesa: Sylvie, la Sylvie del gran poeta romántico francés Gérard de Nerval, el autor de las “Quimeras”, “Aurelia” y otros enormes fantasías y delirios. El afectado gesto de Silvia -la de Élfego Alor- es similar al de algunos personajes de Miguel Ángel: histriónico, divesco, insociable. El tornasol de su falda azul/dorada es de un manierismo miguelangelesco o del de algunos de sus discípulos como Pontormo o El Veronés.
Las corrientes artísticas se entrecruzan, pero el pequeño cuadro que ostenta todas esas huellas resulta incólume gracias a la pericia del pintor. “Es una imagen lo que persigo, nada más…”, dijo Gérard de Nerval sobre “Sylvie”. Y una imagen de esa mujer extraña, de ese amor sublimado por el poeta, es algo de lo que podemos ver en este óleo que representa a una mujer sentada, arisca, nimbada por una aureola de denso polvo de oro, uno que tras ella parece un enorme ojo sin pupila o un sol -¿negro?- de la melancolía, como habría querido el autor de “El Desconsolado”.
¿Personajes sagrados o demenciales? ¿Ambas categorías son lo mismo en este caso? ¿Apolo es un dios griego o un joven impostor que padece de agorafobia? ¿Silvia es una estafadora que de pronto se arrepintió de haber aceptado la invitación del artista o una virgen augusta y santa? No podremos saberlo: ellos están ya transfigurados, mitificados; no son lo que eran; ahora son avatares de una entidad sagrada; el arte, la imaginación y nuestro imaginario han hecho su complicada labor.
Veo estos cuadros una y otra vez y confirmo que las obras artísticas no se miden por sus dimensiones o su extensión. Élfego Alor alcanza un espléndido nivel de calidad en ellas gracias a un conjunto de circunstancias, pero especialmente a tres rasgos: su eficaz formación como artista, su sensibilidad y su capacidad perceptiva. La técnica y la habilidad quizá puedan adquirirse en el taller o la academia -lo que sería recomendable-, pero las otras aptitudes y el talento parecen inherentes al individuo.
¿Obra decorativa? Sí, en el mejor sentido. ¿Obra exquisita? Sí, pero en lo absoluto fatua. No nos confundamos ante la obra de Élfego Alor: su hermosura, su delicadeza, su lujo formal no son solamente eso; también habla y nos dice algo. Ese algo sucede en el artista, en su obra y hace eco en nosotros. “El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos»”, escribe Mircea Eliade en “Mito y realidad”. Las obras de Élfego Alor aluden a ese tiempo primordial, que sigue transcurriendo en su trabajo estético y entre quienes lo contemplamos.
Hondas y trabajadas filigranas como “Apolo” y “Silvia” no se encontrarán en cualquier lado ni a toda hora. Y valen mucho menos por el oro material que contienen que por la poesía plástica que el artista ha podido otorgarles.
Supongo que lo saben quienes poseen obras como éstas. Así como sabemos que, por el indiscutible talento de Élfego Alor, todos aguardamos más de él; todos esperamos que muchas obras más salgan de sus manos y de su estudio.