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Elogio de la trompetilla
He aquí un dato interesante: la trompetilla es invención cubana. Al menos eso me dijo un colega originario de La Habana con quien hace años conversé en un bar de la Calle Ocho, en Miami. Este amigo se llamaba Cheo, y era distribuidor del Herald.
Definamos, que es la mejor manera de empezar cualquier cosa, sea un romance, sea una argumentación teológica. Trompetilla -también llamada pedorreta- es “un sonido que se hace con la boca, imitando el pedo”. No pido perdón por esta última palabra, pues la definición no es mía, sino de la Real Academia de la Lengua. Ése es su pedo. Durante muchos años la docta corporación no reconoció la voz “trompetilla”. Tampoco lo hizo doña María Moliner, que –al fin mujer- es más detallista. Sí la definió, en cambio, don Francisco J. Santamaría desde la primera edición de su “Diccionario de Mejicanismos”. Dice don Pancho que la trompetilla es “ruido que se hace con la boca en son de burla”.
Desde el punto de vista filosófico la trompetilla es protesta; argumento sonoro que desarma; forma efectiva de volver a la realidad a quienes se han salido de ella por cursilería, solemnidad, grandilocuencia, melodramatismo, pedantería o necia vanidad. La trompetilla es útil para que uno se defienda de cosas como la poesía coral, los concursos de oratoria, las canciones de protesta y otros males que aquejan a la especie humana. Contra esas amenazas una trompetilla es más eficaz que una bomba atómica.
Recuerdo a un pobre tipo que andaba en las cantinas de Saltillo recitando poemas de Manuel Rivas Larrauri. El que decía siempre se llama “Hospital Morelos”, que mencioné hace días con motivo del 10 de mayo. En ese poema un niño lloraba porque no tenía mamá; había muerto. Otro niño le dice que él sí tenía mamá; pero ese día su madrecita estaba en el Hospital Morelos, pues se hallaba algo indispuesta. No sabía la inocente criatura que ese hospital era el de enfermedades venéreas en la mujer, el hospital de las prostitutas. El otro niño, el huérfano, que ya sabía las cosas de la vida, declara entonces: “¡Más vale no tener madre que tenerla en el Morelos!”. Quién sabe; habría que discutir un poco la cuestión.
El caso es que el declamador que digo te agarraba por las solapas cuando declamaba aquel poema, como si tú fueras culpable de que el niño tuviera a su mamá en el hospital. Nadie lo interrumpía nunca, sin embargo, ni le decía: “¿Qué tráis, pendejo? Suelta”, pues los borrachos sienten un gran respeto por las manifestaciones culturales. Ya casi nomás ellos sienten ese respeto.
Pues bien. Cierto día que el recitador estaba asestando a los parroquianos del bar Cuauhtémoc aquellos versos, un bebedor que no sentía respeto por las manifestaciones culturales le espetó una sonora trompetilla en el momento más dramático. El declamador se volvió un energúmeno; fuera de sí quería matar al ruin sujeto. Esgrimió a manera de arma lo primero que halló a mano, un tirabuzón para destapar botellas. Se armó la de San Quintín.
Unos defendían al que los salvó de la manifestación cultural; otros salieron por los fueros de la poesía. Acabó al fin la zacapela -el cantinero apagó la luz-, pero ya no siguió el declamador. Se le había acabado la inspiración, declaró sudoroso y agitado, rojo aún por la cólera que lo inflamó a causa, dijo, de “aquel ingrato ruido”. El causante del desaguisado reía satisfecho.
Lo dicho: la trompetilla es infalible para conjurar desgracias