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Elogio del champagne
Nombrarlo es hablar de su denominación de origen, su glamor y su linaje escogido. Forma parte del abecedario de la humanidad y de la literatura. De la música y del cine. Forma parte de eso llamado civilización. Un producto tan refinado, tan cuidado y tan deseado que por éste y otros productos y creaciones afines, la civilización es lo que es actualmente: el refinamiento de los sentidos, la apuesta por los placeres y el hedonismo no como condena, sino como disfrute y fin. Esto y más es el champagne.
Lo he disfrutado algunas ocasiones en mi vida. ¿Caras o baratas las botellas? Es intrascendente y es grosería hablar de precio cuando se pueden disfrutar. Se elige el champagne por lo que representa. En una ocasión, la marca elegida esa vez para la charla, fue un timbre de media tabla que deleitó con sus burbujas y frescura la tarde en que la bebí –es vez, por ejemplo– con una estimada amiga de quien esto escribe en la vecina ciudad de Monterrey. La tarde se hizo noche. La tabla de quesos y aceitunas se evaporó y quedó el sabor, el bouquet de la botella de champagne elegida. Una amiga de mi amiga, llegó esa vez al mismo restaurante donde departíamos (el acicalado merendero del Gran Hotel Ancira en pleno centro neurálgico, con una gran piano de cola el cual es una delicia en la noche de concierto) y al vernos con la botella descorchada, preguntó entre risas, “Vaya y ¿ustedes qué celebran?” No había motivo especial. O sí, tal vez sí, había uno: la vida. El más importante, la vida. Estar vivos.
El champagne es considerado como uno de los mejores y grandes placeres que existen y está relacionado desde siempre, desde su creación, con la celebración y festividad de la “buena vida.” El champagne es y ha sido la compañía perfecta para los hedonistas, vividores y amantes de todos los tiempos, esos clochard’s destinados a la “dolce vita” y que tienen un puntilloso sentido del honor. Decía y decía bien Madame Lily Bollinger: “Yo bebo champagne cuando estoy contenta, cuando estoy triste, algunas veces cuando estoy sola. Una gota cuando no tengo apetito, y lo bebo cuando tengo hambre. Cuando tengo visitas es una obligación. Fuera de estas excepciones, jamás lo toco, excepto cuando tengo sed.” Caramba, esto es calidad de vida y prudencia y mesura al beber. Una dama, sin duda.
En una breve historia del champagne, libro estupendamente ilustrado y editado en España (“El champagne”, New Holland Publishers), se cuenta lo que usted ya sabe lector, “… el champagne nunca fue inventado. Pero Dom Perignon, monje y cuidador de la bodega de la abadía de Hautvillers hace trescientos años, puede considerarse como el genio que guió su desarrollo. Él se encargó de refinar el proceso durante cuarenta y siete años.” Lo demás es historia al día de hoy. Su crianza y fermentación está cimentado en tres uvas (por ley, sólo estas tres uvas se utilizan para su elaboración): Pinot Noir, Pinot Meunier y Chardonnay. Y usted lector, viajero que es, lo sabe también, hay un Hotel de alto calado turístico en la ciudad de México, es el famoso “St. Regis”, en pleno y bello Paseo de la Reforma en la ciudad de México. Aquí, a usted lo reciben apenas traspasa su umbral y enfila sus pasos a la recepción para registrarse, con una copa burbujeante de champagne. Sobra decirlo, al llegar a su habitación, una botella completa está perfectamente helada y lista para descorcharla. Aquí estuve hospedado justo cuando lo inauguraron en año pretérito. Aquella vez fui invitado a escribir de su apertura para mi casa editora en Monterrey, BIZNEWS.
¿Sabe para qué y por qué hizo y creó Dios todos estos placeres, este tipo de bebidas y delicias como el champagne señor lector? Para que usted lo disfrute. Así de sencillo. Mi escritor de cabecera, Francis S. Fiztgerald, lo supo desde siempre y hasta el final de sus días. Hermoso y maldito, se fue joven de la tierra, pero dejó una obra invulnerable y agotó sí, todos los regodeos a la mano. Como esta bebida de dioses. En “El Gran Gatsby”, lo dijo en varias páginas: “En sus jardines azules, los hombres y las mujeres revoloteaban como polillas entre los murmullos, el champagne y las estrellas…” ¿Hay algo qué celebrar en el calendario? Sí, la vida y nada más placentero que hacerlo con una efervescente y dorada botella de champagne…