Elogio del menester

Usted está aquí

Elogio del menester

Unos cuantos poemas, un breve artículo sobre la obra de Juan Rulfo, unos pocos textos recientes han abierto, de manera inesperada, el grifo del elogio. FP me ha buscado hace unos días para decirme cosas que no debieran decirse a un escribidor, ni a nadie.

El mismo FP me ha hablado de las alabanzas que este o aquel amigo ha vertido sobre la labor literaria del que escribe estas líneas. Por fortuna tales palabras elogiosas ya no hacen mella en mí; las frases zahirientes y envenenadas que con frecuencia otros profieren en contra mía también llegan a mis oídos, pero se estrellan contra una puerta condenada desde hace años.

FP me ha mirado con penetración mientras me hablaba de un libro mío sepultado hace tiempo por un funcionario cultural: “Lo he visto en Monterrey, en casa de RR: “Es muy hermoso como objeto bibliográfico. Y los poemas son…” Sabía que algunos ejemplares de ese “libro maldito”, como alguien lo ha llamado, circulan por esta ciudad, pero ignoraba que alguien tuviese uno en Monterrey.

FP me habló con admiración de ese artículo sobre Rulfo: “Es difícil decir algo nuevo sobre el autor de “Pedro Páramo” pero tú lo haces, no sé cómo pero lo haces. Y por si no lo sabes, ese texto llegó a mí luego de un recorrido por varias ciudades del país a través de Internet…” El alud pudo hacerme tambalear si no hubiese aprendido ya que la teoría de la relatividad también es aplicable a todas las cosas ordinarias de la vida. Teoría búdica, al fin y al cabo.

He pensado varios días en esa entrevista inesperada con FP, en lo que me dijo, en lo que le dije. Aún estoy sinceramente sorprendido y esto me obliga, una vez más, a preguntarme por qué escribo. ¿Es por mera vanidad? ¿Es para esto, para recolectar elogios y alabanzas? ¿Es para coleccionar insultos? ¿Por qué, para qué lo hago?
Si tantas, si miles de personas en el mundo escriben poemas, obras de teatro, guiones de cine, novelas, relatos, textos híbridos, ¿qué me obliga a seguir escribiendo? ¿Una remuneración económica? No: jamás he recibido un solo peso por lo que escribo. ¿La ilusión del “prestigio” que, se supone, acarrea el hecho de escribir? Tampoco: hasta ahora lo único que he obtenido de mi trabajo escritural es el placer –y a veces el dolor- de hacerlo, nada más. No escribo, y nunca lo he hecho, por alcanzar “un prestigio”.

 ¿Qué es eso, después de todo?

¿Lo hago, pues, para exhibir una cultura que apenas poseo? ¿Lo hago para derramar mi sabiduría y mi sensibilidad entre mis contemporáneos? No lo creo: la cultura libresca no es sabiduría, eso lo tengo bastante claro; y estoy muy lejos de alcanzar la alargada sombra de la sabiduría. Hace años que ya no concibo la cultura libresca como una forma de encandilar a nadie: son los libros –analógicos o electrónicos- los que siguen deslumbrándome como cuando en la infancia me encontré con Andersen o con Carroll.

¿Mi sensibilidad, dije? No soy el único que advierte en sí mismo un ápice de lo que llamamos “sensibilidad”: todos la tenemos. El ama de casa que llora ante una telenovela, el adolescente que no sabe qué hacer con su vida, el hombre que vierte en un bar la congoja del abandono del amor, el travesti que se acicala para gustar a su amante, el camionero que derrama sus lágrimas en la carretera pensando en sus hijos, el campesino y el obrero que se preguntan si su existencia será siempre ésa: todos ellos, y muchos más, poseen “sensibilidad”; y la poseen por el hecho insólito de estar vivos.

Ni soy único ni soy diferente. Soy otro más en esta muchedumbre y mis versos y mis artículos y mis breves dramas no me hacen mejor. Ni peor. Muestro una parte de lo que hago por una razón simple: si la naturaleza o la vida o lo que sea me otorgó un gramo de talento expresivo –el de las palabras, en este caso-, ¿por qué no aceptar la encomienda y atender a ella? Se trata sólo de cumplir con un encargo, se trata de asumir una pequeña responsabilidad, más allá del Ego y de la vanidad.

Después de todo, el Yo es otro apego del que debiéramos prescindir. Freud excavó en lo que llamó “el inconsciente” o “lo inconsciente” del individuo, pero Jung supo que esa raíz psíquica y ontológica se hunde en una enmarañada red subterránea cuya trama está constituida por la humanidad entera, la que nos precedió y ésta a la que pertenecemos. El hinduismo y el budismo lo supieron muchos siglos antes: todos habitamos el mandala, todos transitamos el silencioso zen en virtud del dharma.

Schopenhauer y Cioran tienen razón cuando ubican a la Música como la máxima forma del arte. La Música nos enseña tantas, tantas cosas: gracias a ella sentimos el virtualmente incesante flujo del tiempo, su perenne discurrir; gracias a ella nos es dado embarcarnos y navegar sobre las aguas de un mar cuyo cuerpo es intangible pero sonoro; su sonido es a veces el silencio, que también dice.

¿Qué puede quedar de la vanagloria cuando descubrimos estas cosas? ¿Qué puede quedar de la soberbia? “Un instante de lucidez, sólo uno; y las redes de lo real vulgar se habrán roto para que podamos ver lo que somos: ilusiones de nuestro propio pensamiento”: esto dice el autor rumano E. M. Cioran en su “Breviario de los vencidos” (Tusquets, 1998, trad. Joaquín Garrigós).

Es difícil comprender el célebre y triste versículo del “Eclesiastés”. Mejor dicho: creemos entenderlo, pero nos cuesta trabajo aceptar que aquí, ciertamente, “todo es vacuidad”. Ninguna manera más eficaz para acceder a esta primordial comprensión que tener presente siempre el final, el inminente final. Y para ello creo útiles estos versos de la “Danza general de la Muerte”, el poema anónimo del Medievo español: “¿qué locura es ésta tan magnifiesta /  que piensas tú, homne, que el otro morirá, / e tú fincarás, por ser bien compuesta / la tu complesión, e que durará? / Non eres cierto si en punto vendrá / sobre ti a desora alguna corrupción / de landre o carbonco, o tal implosión / por que el tu vil cuerpo se desatará.”

Agradezco enormemente las dulces palabras -las suyas y las que de otros traía consigo- que aquella mañana FP derramó sobre mi trabajo literario, pero sé que no soy más merecedor de ellas que muchos otros que en todo el país ejercen el mismo menester de la escritura.