En edad de merecer

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En edad de merecer

Ilustración: Esmirna Barrera

Por: Martha Santos de León

 

1 Chabela y Pedro

–Parece que hoy va a hacer buen día. Los nogales ya echaron hoja. Esos sí no se equivocan y no andan retoñando de oquis. Quiere decir que ya no va a helar, y qué bueno, porque con tanta agua y frío, cada vez me cuesta más trabajo levantarme. Ya las riumas no me dejan. Nomás siento cómo se me engarrotan las rodillas y hasta se me va lo que queda de juerzas –dijo Chabela a su marido que por respuesta emitió un gruñido.

Chabela está pagando la factura de sus 65 años. El cabello completamente blanco ha empezado a caérsele, por eso se lo recoge con pasadores alrededor de la cabeza, para que le esconda la calvicie que le va haciendo la frente cada vez más elevada. La piel morena de sus manos parece de madera: dura, áspera, llena de surcos y con sus uñas largas y amarillentas recuerdan a las patas del viejo guajolote que la mujer cría en el patio.

Ya no tiene la figura esbelta y elegante de hace dos décadas. Lavar ropa ajena la ha dejado encorvada. Le resulta una actividad muy pesada y dolorosa, las coyunturas se le van endureciendo cada día más. El mínimo roce le lastima como lumbre.

–Tú quédate acostado, Pedro. Deja nomás te limpio la llaga y lueguito me voy al banco pa traerte tu avena y tus manzanas, porque ayer te almorzaste lo último que nos quedaba. Ya no te quejes, hombre. Pa nosotros sí alcanza, si los dos comemos repoquito. Cada vez nos faltan menos centavos pa completar lo de la boda. Dime algo. No me dejes hablando sola. Ya ves la ilusión que me hace el matrimonio en la iglesita del Sagrado Corazón. Han pasado padres y padres y nomás no hay casorio.

Chabela amaneció especialmente optimista, como cada día primero de mes, cuando le toca cobrar su pensión por haber quedado viuda.

Eso de que el clima le agradaba era cierto. Un sol debilitado por los remanentes del invierno se asomó después de casi dos semanas de lluvia día y noche.

Pedro ya no podía dejar la cama. La llaga que le salió en la pierna derecha iba creciendo sin dar señales de sanar. El médico del dispensario recomendó unos lavados con polvo de azufre, pero no había esperanzas de curación. La diabetes se ensañó con el cuerpo de Pedro y amenaza con dejarlo cojo y desempleado.

–Dios me castigó haciéndome un inútil. ¿A quién le sirvo a los 70 años sin una pata? –Era su frase recurrente cuando buscaba culpar a alguien por su descuido contra sí mismo, o cuando reclamaba la atención de Chabela.

Antes de salir de su casa, la mujer se santiguó frente a la imagen de la Divina Providencia que cuelga de la cabecera.

Tocándose las orejas se cercioró de haberse puesto sus aretes de chaquiras rojas y amarillas. Mentalmente tomó nota de sus pendientes: “Cuando cobre llego al mercado a comprar la avena y las manzanas; también un colorete, porque ya no tengo”.

Se inclinó para besar la frente de Pedro y este le tomó la mano. Permaneció mudo mientras su mirada expresaba todo el dolor por la vitalidad perdida, y la vergüenza por su falta de compromiso con la mujer que había compartido años de privaciones por su propia voluntad.

 

 2 Chabela y Apolinar

Cuando Apolinar murió enterrado en la mina de carbón que se derrumbó hará cosa de 30 años, Chabela creyó que no sobreviviría a aquel pesar que le robaba el sueño y las ganas de comer. “Me hubiera ido con mi viejo”, solía decir la mujer creyendo que La Muerte llega con solo desearlo. A veces gritaba y otras susurraba la súplica a los pies de la Guadalupana que preside el altar en la iglesia del Sagrado Corazón.

Siembre era lo mismo, al salir del templo la realidad de su miseria y soledad se le revelaba como la noche al final de la tarde. Ya no tenía al hombre que le cantaba quedito para contentarla o para hacerla enfadar, que la alzaba en brazos para que no se mojara los huaraches cuando los pescaba la lluvia, o nomás del puro gusto de sentirla pegada a su pecho.

La pensión que desde el fallecimiento de su esposo cobra mensualmente, cada vez le alcanza para menos a Chabela. “De buenas que ya teníamos este terreno desde que estábamos recién casados el Apolinar y yo, si no, ¿a dónde iba a meterme?”

El jacal lo edificó la pareja con sus propias manos sobre un predio a las afueras de la ciudad que la compañía carbonera vendió a sus trabajadores. Los pagos se descontaban eternamente de los sueldos.

Entre los dos arrimaron las tarimas para las paredes y las lonas para el techo. Al paso de los años, el piso firme se ha quedado en un sueño inalcanzable.

Por más que lo intentara, Chabela jamás lograba detener al agua que libremente se metía por debajo de las tablas que presumen ser la puerta principal, y encharcaba la entrada a la casucha, luego, el fango se colaba hasta el rincón más oculto y dejaba su recuerdo pegajoso en los cajones de fruta con que la mujer amuebló su casa “y nomás no acabo de limpiar”.

 

3 Chabela, Pedro y Sanjuana

Pedro nunca se quiso casar con Sanjuana. El hombre llegó al pueblo no se sabe bien de dónde a buscar trabajo “de eventual” en la carbonera.

–No pienso quedarme, no tiene caso que nos amarremos, –dijo cuando ella le abrió las puertas de su jacal, cansada de la soledad a la que ya se había resignado. Su madre fallecida año y medio antes siempre le aconsejó buscarse un hombre que la protegiera y le hiciera compañía. En el fondo, Sanjuana culpaba a su cuerpo rollizo de su mala suerte en el amor.

Cansado de migrar sin rumbo, Pedro vio en Sanjuana a la mujer que le daría el calor que necesitaba para permanecer en el pueblo. Y se quedó, aunque sin intenciones de satisfacer el anhelo de la joven de hacerlo suyo, con papel firmado y todo.

–¿No quieres una familia? ¿Hijos? –preguntaba Sanjuana esperanzada.

–Los chamacos sólo traen problemas, cariños innecesarios. Estamos mejor así –contestaba Pedro cada vez que la mujer le insinuaba, le pedía y le exigía que se casaran.

Al quedar viuda, Chabela empezó a ganarse la vida lavando la ropa de las señoras que habitaban los fraccionamientos aledaños. Entonces su juventud le alcanzaba para tallar, acarrear agua e ir caminando a entregar personalmente cada pedido, y todavía le quedaban ánimos para arreglarse. Nunca salía a la calle sin pintarse la boca y colgarse sus aretes.

Recorría a pie grandes distancias. Quizá ese andar garboso la enganchó al corazón de Pedro.

“Todavía estoy en edad de merecer, –decía para sí misma– si el Pedro no estuviera con la Sanjuana sí le andaba haciendo yo caso… y me caso”, pensaba con más insistencia de la necesaria para convencerse de que se volvió a enamorar de un minero.

A Chabela le recorría la espalda una como corriente eléctrica ver a Pedro acercar con paso elástico su morena humanidad al terminar la jornada en la mina, la sonrisa blanca de dientes parejitos asomándose entre el rostro lleno de tizne, el pelo desordenado que le caía en dos mechones sobre la frente, la bien timbrada voz con que le decía “adiós, Chabelita” cada vez que pasaba frente a su jacal, y sobre todo, la manaza que agitaba el hombre para saludarla.

Para ninguno de los dos fue necesario esperar tanto. Pedro nomás mudó de jacal sus objetos personales. Las cuatro camisas luidas, los tres pantalones de dril, dos pares y medio de calcetines y unos calzoncillos cupieron holgadamente en la caja de huevo que sirvió muy bien de maleta.

En una vivienda dejó a una mujer llorando por el tiempo irrecuperable gastado en la ilusión de un matrimonio destinado a no celebrarse nunca. En otra lo esperaba una mujer con sus deseos puestas en una promesa: “Primero convivamos un tiempo Chabelita, y ya después veremos si hay casorio”.

 

4 Chabela

Para salir de su colonia, Chabela tiene que tomar un camión, y otro más para acercarse al cajero automático donde cobra la ridícula pensión mensual.

Su caminar ya no es el de antes. Ahora tiene que avanzar sorteando los charcos que quedaron de las lluvias de ayer, y sus gastados mocasines que alguna vez fueron negros dejan pasar el agua que ya le mojó los pies. No se puso medias. Las lavó, pero no se le secaron.

La humedad en el ambiente acentúa el dolor que se le clava en la espalda. Es ese mismo malestar que no le permite caminar erguida.

Mientras hace fila afuera del cajero automático reafirma su propósito: “Voy a apartar unos centavos pa la boda, ya me dijo la señora Juárez cuando le llevé su ropa que ella se ofrece a ser la madrina de lazo. Doña Chiquis nos va a regalar los anillos y su marido don Patricio también quiere adornar la iglesia, ya me dijo que con muchas flores blancas”.

Cuando tocó su turno frente al cajero cobró los cuatro billetes de la pensión y salió de la cabina para dirigirse al mercado cerca de allí.

Fue directo al puesto de frutas y con sus manos deformes por la artritis puso en una bolsa cinco manzanas. Luego de pedir un kilo de avena pagó y se acercó a la mercería que estaba a unos metros, ahí pagó diez pesos por una barra de labial rojo cereza, miró su reflejo en una cuchara del local contiguo y coloreó su sonrisa desdentada.

Desanduvo el camino rumbo a la parada del camión que la acercaba a su colonia. Su fantasía favorita le alegró el camino que recorrió entre los humores de pasajeros que evadieron el baño, la cumbia gangosa que emitía el radio del chofer y el hambre que estaba empezando a morderle las tripas.

Por la ventana del camión veía pasar los aparadores con vestidos de novia llenos de holanes de encaje, cuajados de perlas y lentejuelas que brillaban con el reflejo del sol que por fin se había decidido a disipar las nubes. Contemplaba los maniquíes luciendo modelos pegaditos de corte sirena, coronados de velos esponjados y azahares de migajón. También admiraba los de amplias crinolinas huecas, como flores de alcatraz y se soñaba caminando sobre pétalos blancos por el pasillo de la iglesia del Sagrado Corazón, mientras Pedro la esperaba en el altar sano, derechito y sonriéndole enamorado.

“Nomás me falta que la señora Cuéllar se decida y me diga que sí nos da el vestido y el traje de Pedro para fijar la fecha del matrimonio. Doña Marisa dijo que va a ser la madrina de cojines. Todavía estoy en edad de merecer, a ver si pa navidá el Pedro y yo ya estamos casados, no como nos pasó hace un año, que a la mera hora él prefirió esperar más tiempo porque no se sentía seguro de dar el paso”.

 

Martha Santos de León. Periodista

(Monterrey, 23 de febrero de 1966) Psicóloga. Dedicada al periodismo desde hace 36 años. Es editora en VANGUARDIA. Psicóloga. Formó parte del diplomado El Cuento impartido por Alejandro Pérez Cervantes en la Universidad Iberoamericana campus Saltillo.