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En la Madre
En tiempos de mis papás las señoras no iban al mercado. Las compras las hacían los señores. No había súper, claro, de modo que el Mercado Juárez era el único sitio de Saltillo para surtir las cosas del mandado. Cuando surgieron tiendas como las de don Ramón Udave y don Amado Chapa, fueron muy grande novedad.
¿Por qué los señores iban al mercado? Porque descendemos de españoles y árabes, y los hombres preferían la molestia de ir todos los días a hacer las compras antes que exponer a sus esposas e hijas a las miradas y ícantes piropos de los comerciantes, o -peor aún- al asedio de algún salaz tenorio. Por eso los señores de Saltillo iban al mercado, porque venimos de Isabel la Católica y de Boabdil. No juntos, naturalmente. Las únicas mujeres que se veían ahí eran las sirvientas, capaces de aguantar todos los atrevimientos y de responder a ellos.
La compra del mandado se hacía todos los días, especialmente la carne, pues entonces no había refrigeradores. Los carniceros eran particularmente rudos en su trato, quizá por su continuo roce con lo carnal. Pedía una criadita:
-Me da un cuarto de kilo de pellejos.
Y el carnicero:
-¿Se los envuelvo, chula, o se los va a comer aquí?
Y es que las empleadas domésticas eran llamadas groseramente “gatas” por el majadero vulgo.
A mí me gustaba ir al mercado con mi padre, sobre todo los domingos por la mañana, pues ese día tocaba una banda que me encantaba oír. Estaban los músicos en una especie de tapanco situado al centro del recinto, y así sus interpretaciones se escuchaban hasta el último rincón.
Quizá de ahí viene mi afición a los mercados. Para mí son pequeños paraísos, sobre todo los mercados mexicanos, tan pródigos en aromas y colores. En las ciudades a donde voy procuro siempre ir al mercado. El de Oaxaca y el de Guanajuato son los que me gustan más. Éste último lo diseñó Eiffel, el mismísimo señor que hizo la torre. Otro mercado al que voy mucho es al de Villahermosa. En Tabasco reinó, más que gobernó, Tomás Garrido Canabal, enemigo furioso de los curas, que prohibió todo lo que oliera a religión. A consecuencia de eso hay muchos tabasqueños que no llevan nombre de santo: se llaman Voltaire o Brumario, si son hombres; Libertad o Egalité si son mujeres. Como la gente no podía creer en Dios entonces creyó en la magia -la gente tiene que creer en algo-, y todavía hoy dos pisos del mercado tabasqueño están dedicados al esoterismo. Ahí encuentras cosas de magia: jabones que te protegen contra la murmuración; aceites que atraen el dinero; toda suerte de talismanes y amuletos para el amor... A quien me diga: “¡Qué raro! ¡Un piso para los alimentos y dos para la magia!”, le diré que no sólo de pan vive el hombre.
De los varios mercados de Saltillo me gustaba especialmente el que se ponía en la placita de la Madre. Ahí se hallaba de todo, desde un limón hasta una tumba en el panteón. La última vez que fui encontré una planta que vi de niño en el zaguán de la casa de mis padres y abuelos, donde ahora está Radio Concierto. Esa planta, de grandes y lucientes hojas, se llama piñanona. También había en el mercado gardenias y amor de un rato; guanábanas, y chicozapotes; berro y nopalitos; leche bronca y cachorritos mansos; gorriones y chicos; quesos, crema y nata; roponcitos para el Niño Dios, para las levantadas; cuadros donde el difunto Papa Juan Pablo II se abraza con la Guadalupana, y todo lo habido y por haber en cosas de comer y de beber...
La patria, como Dios, está en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Pero en los mercados más.