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En su rosedad o en su blancura
A Rafael Cessa
Libero una duna mínima entre mis dedos, cae sobre la boca. El cuerpo se electriza con el sabor de minerales y especies: lágrimas que secó el sol con trozos de jengibre, apio y cebollines.
Sales, semillas que nacieron en el mar, de tus manos a mis manos van. Un alquimista, dices, elige los cristales salados con lentitud y detenimiento, sus expediciones unen cordenadas sobre una mesa donde mezcla estos sólidos fulgores.
Es tu regalo una reunión de galaxias que se disuelve en el caldo de cebolla. A veces cae sobre granos de maíz que explotan en su blancura gracias al aceite de coco. A veces sobre yogurth y olivas maceradas por mis dedos junto a trozos de ajo.
Día y noche laten estas estrellas en la cocina. Las extraigo de a poco. Dejo caer constelaciones sobre fideos de arroz o tomates con albahaca.
Sales que humanas manos cosecharon entre duros espejos de superficie y luz, seleccionadas como joyas preciosas para el cuerpo de lechugas, pimientos y geometrías frutales.
En esos envases cristalinos se guardan estrellas mínimas que recuerdan el sonido de las paladas de hombres y mujeres devorados por el sol, el canto de las ballenas, el desplazamiento de anémonas y la silueta de las nubes nómadas.
Descascara su rostro el mundo y devoro sus colores, su mirada que se eleva hacia el cielo profundo.
Y yo que no soy mar quisiera ir por alumbre para hacer cristales de sal en los sartenes de mi casa. Pero prefiero estos regalos que se gestaron en la cocina de los siglos, entre sílabas salvajes y voces primitivas.
Me llevo las sales a la lengua y sé que su rosedad o su blancura, su negrura o verdor, me curan. Cada bocado una herida invisible acaricia y mejora el corazón en su conductividad eléctrica.
En estas sales mezcladas ya con canela, con cacao, con jamaica o vino blanco, tengo la claridad y también la disolución: salmuera que a veces preserva cadáveres anónimos o enceguece caminantes.
Manto que todo lo purifica. Aquí viene. Cruje en mi boca, la verdad en su transparencia.