Enfermedades secretas muy públicas

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Enfermedades secretas muy públicas

Comentaré hoy algunas cosas que no son para contarse. Las empezaré diciendo que la generación a la cual yo pertenezco fue muy afortunada en lo que se refiere a enfermedades venéreas: cuando había sífilis, nosotros todavía no, y ahora que hay sida, nosotros ya no. (No se crean). En efecto, los de mi misma edad y yo debemos dar gracias a la vida, como Violeta Parra, pues nos libró –aquí no entra ella- de males que asolaron a nuestros ancestros, y de terribles amenazas que penden ahora sobre nuestros hijos.

El espectro funesto de la sífilis pesó sobre nuestros padres y nuestros abuelos. O, si no sobre ellos, sí sobre los abuelos y padres de los demás. ¡Cuántos desdichados no pagaron con la vida, o por lo menos con la vista o la razón, sus desvíos de la carne! Maupassant, el gran autor de “Bel Ami”, murió loco a causa de la sífilis, y el poeta Manuel M. Flores, por quien Rosario despreció a nuestro Manuel Acuña, acabó su vida ciego por la misma causa.

Pocos varones escapaban de las enfermedades venéreas, mayores o menores. Cierto viajero vio en la ventana de un consultorio médico este letrero: “Enfermedades venéreas. De 100 casos, 80 curas”. Exclamó escandalizado:

-¡Carajo! ¡Qué mal anda aquí el clero!

Por su parte la nueva generación tiene el peligro, aún más grave, del temible sida. Los pobres muchachos de hoy sólo están seguros si hacen lo que aquel joven capitalino que después de cada episodio de sexualidad decía con el tonito del chilango:

-¡Gracias, mano!

La generación a la que tengo el honor de pertenecer estuvo al margen de todos esos apocalipsis de la carne. Nuestro riesgo mayor fue, cuando mucho, alguna inocentona gonorrea que se curaba con un par de inyecciones de penicilina. ¡Bendito sea sir Alexander Fleming! Los toreros españoles le erigieron una estatua en la puerta de la gran Plaza de Las Ventas, pues más diestros morían por la septicemia que a causa de las heridas de los cuernos. Igual nosotros: veíamos a aquel científico escocés como a un santo bienhechor, y le teníamos un altar en nuestros corazones y en otras partes más expuestas.

Hay a la orilla de cierta carretera un insólito busto dedicado a Fleming. Se cuentan sobre él dos historias: una pagana y la otra no. La historia que no es pagana afirma que ese busto lo hizo poner ahí un padre agradecido cuyo hijo, a punto de morir, salvó la vida a causa de la penicilina. La historia que sí es pagana asegura que ese tal señor era víctima de una tremenda “purgación” -con ese vulgar término era conocida la gonorrea-, y que sanó de ese mal merced al prodigioso medicamento que Fleming descubrió.

Otro riesgo nos amenazaba, a más de los ya dichos: ciertos innominables insectos que se adquirían a través de la conversación carnal. Contra ellos, sin embargo, existía un infalible remedio llamado Calomel o Pomada del Soldado. Bastaban dos o tres aplicaciones de ese medicamento para que desaparecieran aquellos molestos enemigos, pero había que tener cuidado de no exceder la dosis, pues podía desaparecer también todo lo demás. La pomada era fuerte.

A mi generación, pues, le tocó un tiempo afortunado en que se podía caer en la tentación sin gran peligro. De los tres enemigos del alma -mundo, demonio y carne- esta última era la menos enemiga. Ahora no. Actualmente el demonio ha perdido mucho cartel -ya nada más hablan de él quienes lucran con el miedo de la gente-, y el mundo es cada día más pequeño. La carne, sin embargo, presenta en nuestros días graves riesgos, ya sea por el cólera porcino, las vacas locas o la fiebre aviar, ya sea por el sida. Lástima; tan sabrosa que es la carne en cualquiera de sus formas.