Escribió un poeta pueblerino:

“Nuestro Señor nació en un pesebre...
Donde menos se piensa salta la liebre”.

Donde menos se piensa suele saltar también un buen consejo. Dicen unos versillos, traviesos, pero sabios:

 Si quieres vivir feliz
  en forma reglamentaria,
 debes hacerte pendejo
 al menos una hora diaria.

Yo sigo al pie de la letra esa prudente admonición. Pero en mi caso no es que me haga: es que lo soy. A lo largo -y también a lo ancho y alto- de mi vida he cometido tantas estupendísimas burradas que bien podría aspirar al título de Campeón Mundial de la Pendejez, si es que en alguna parte se discierne ese elevado título. Ya he contado la forma en que don Abundio, el viejo cuidador de nuestro pequeño rancho familiar, me confirmó esa calidad. Cierto día que conversábamos afuera de la casa él se quitaba el sol con la sombrita que daba la pared, mientras yo, tontamente, me mantenía bajo los candentes rayos del astro rey. Él me tiró de un brazo para llevarme a la sombra, y me dijo con mucha seriedad:

-Mire, licenciado: si conoce usted a alguien que pudiendo estar en la sombra está en el sol, haga negocios con él. Seguramente es un pendejo.

Yo pensé si acaso debía enojarme por aquello, pero recordé la canción “A qué negar”, y ya no me enojé.

Pues bien: he aquí que encontré a alguien que me saca pie delante en ese departamento, el de la pendejez. Se trata de un señor cuyo nombre no diré, habitante de cierta ciudad de Occidente cuyo nombre callaré también. La redactora del suplemento de sociales de un periódico de esa localidad entrevistó a varios papás con motivo del Día del Padre, y les pidió que dijeran cuál era el mejor regalo que de sus hijos habían recibido en esa fecha.

Uno habló de la linda cartita que su pequeña hija le escribió una vez Otro citó las buenas calificaciones que su hijo adolescente le entregó en la ocasión. Un tercero habló de la preciosa imagen del Sagrado Corazón que sus hijos le compraron con sus ahorros.

Este señor que digo se puso en la muñeca el Rolex que sus hijos le regalaron, e hizo que lo retrataran luciéndolo con gran orgullo. “De este reloj -manifestó- sólo se hicieron 500 ejemplares. Es de oro macizo, con los números de brillantes. Cuesta 50 mil dólares. Lo guardo como un tesoro”.         

El suplemento apareció el domingo. Ese mismo día el señor fue levantado por unos encapuchados cuando salía del restorán donde comió en familia. Por la noche su esposa recibió un mensaje de los secuestradores: lo único que pedían como rescate era el reloj. Si quería volver vivo a su esposo debía dejar el Rolex en tal o cual lugar.

Lo dejó la señora. A pesar de eso no vio vivo a su marido. Los secuestradores lo dejaron libre, pero ella lo siguió viendo igual de pendejo pendejo que siempre.

Todo esto me lo contó un amigo. Su relato me llenó de consuelo. Ya no tengo el Campeonato Mundial de la Pendejez. Ostento ahora un modesto segundo lugar.