No me gusta leer a Julio Torri. Es demasiado perfecto, y a mí la perfección me pone nervioso. Cuando la veo salgo huyendo, pues lo perfecto es siempre cruel.
Recuerdo, sin embargo, un texto de aquel atormentador de las palabras. En ese escrito habla Torri de las sirenas que cantaron para Ulises, y se lamenta de que jamás cantaron para él. El escrito sería desolado si no es porque la pureza formal con que está escrito excluye todo sentimiento. En los laboratorios no existe la desolación, y Torri escribía sus textos en condiciones de laboratorio. Alguien calificó a su estilo de “ascético”. Yo pienso que más bien era aséptico.
Pongo esto a manera de prólogo para narrar algo que me sucedió hace tiempo. Regresaba yo de Cancún, donde hablé en un encuentro internacional de especialistas en no sé qué, y tuve la buena suerte de que me pusieran en la primera clase del avión, pues llevo tantas millas acumuladas que sólo por injusticia no me han hecho socio de las compañías aéreas. Al menos deberían regalarme un jet de tamaño mediano.
Cuando hice escala en la Ciudad de México fui al salón VIP a entretener la hora y media que debía esperar antes de tomar mi siguiente vuelo a Monterrey. Me llamó la atención ver ahí a una dama de mediana edad vestida en modo que hacía propaganda a sus prolíficos encantos anatómicos, sobre todo a los pectorales, de indiscutible procedencia quirúrgica. La tal señora procuraba lucir su arsenal delantero y trasero, a cuyo fin dejaba su asiento a cada rato –estaba sola– para ir en busca de una revista, procurarse una copa de vino, traer un sándwich o preguntar algo a las chicas del mostrador.
Hice una interesante observación: cuando un señor añoso, apuesto, distinguido y de buena vestimenta iba a servirse un café, la dama se acercaba a servirse otro, y entablaba conversación con él. Los caballeros así abordados parecían desconcertarse, y se alejaban bien pronto de la mujer, nerviosos. Era evidente que la señora andaba en plan de cacería. Seguramente buscaba algún dineroso protector.
Decidí averiguar qué era lo que la cazadora decía a los objetos de su cacería, y para eso fui a servirme un café. Desde su mesa la mujer alzó la vista y me miró. Observé que hacía una minuciosa evaluación de mi persona. Luego abrió su revista y se puso a leerla. ¡Maldición!
Me sucedió, pues, lo mismo que a don Julio: aquella sirena no cantó para mí. Y es que uno es añoso, pero hasta ahí. Señoras como ésa que en la sala VIP tendía sus redes poseen un formidable olfato para sentir el aroma del dinero, y en ese ramo no está uno tan aromatizado. Las sirenas de ahora –y las de siempre– cantan sólo para aquéllos que pueden retribuir su canto.
Alguien le preguntó a un sujeto: “¿Por qué no sales con mujeres?”. Respondió él: “Sufro un grave problema sexual”. “¿De veras? –se inquietó el otro–. ¿Qué problema sexual es ése?”. Contestó el sujeto: “No tengo dinero”.
En efecto, Diosito tiene un modo infalible de ayudarnos a evitar las tentaciones: no nos da con qué pagarlas.