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Flores de ayer
Escribir o leer acerca del ayer es volver a ser.
En mayo las niñas le ofrecían flores a la Virgen.
Mayo es el mes de las flores, y es también el mes de María. Así, en mayo las niñas iban a ofrecerle flores a la Virgen.
Sus mamás les ponían vestidos de angelitos y grandes alas de cartón forrado con blanco plumón de palomas y gallinas. Algunas llevaban aureola de alambre color oro que se sostenía con una diadema.
En el templo de San Juan Nepomuceno a las niñas les daban pequeñas regaderas de hojalata, y en su camino hacia el altar iban regando agua de olor. La vastedad del templo se aromaba con aquel perfume. Ante la imagen de la Virgen -la de Fátima, cuya fecha se celebró ayer, estaba muy de moda- las pequeñas dejaban sus ramilletes, que eran recogidos por alguna de las señoritas que ayudaban en esa distribución floral. Luego iba ella al fondo de la iglesia, donde las niñas esperaban a recibir otra vez las flores, que iban y venían entre cada misterio del rosario.
Los niños ofrecíamos flores en junio, al Sagrado Corazón. Nosotros no íbamos de angelitos. Llevábamos nuestros trajes de la primera comunión, o nuestras madres nos vestían de monaguillos, un atavío muy lucidor que consistía en sotana de color rojo encendido y blanco sobrepelliz como de armiño.
Vestido así, de acólito, iba yo por la calle de Escobedo un día de junio, con un compañerito, a ofrecer flores en San Juan, cuando vimos a Robertito Guajardo, que vivía por ahí. Robertito era el más prominente gay de la ciudad. Entonces los gays no recibían ese nombre. Le gritamos los dos a Robertito el nombre que se usaba:
-¡Joto!
¿Por qué hicimos tal cosa? No lo sé. Ni siquiera sabíamos qué significaba la palabra. Seguramente habíamos oído hablar en nuestras casas, en equívoco tono, de aquel raro hombre que hablaba y caminaba como mujer. Así, con la inconsciente crueldad de los niños, le gritamos a voz en cuello:
-¡Joto!
Robertito, furioso, vino hacia nosotros. Echamos a correr mi amigo y yo, asustados. Nos persiguió él. Guiado por el instinto de conservación, que es siempre sabio consejero, me levanté las faldas de la sotana para poder correr mejor. El mismo instinto nos movió para correr hacia nuestras respectivas casas. Y ahí vamos, a toda la velocidad que nos permitían nuestras piernas y nuestros años, ambos cortos. De seguro nos habría alcanzado Robertito, y habría dejado caer sobre nosotros toda su furia, de no ser porque en ese momento salía de su casa una señora del rumbo, que también iba a la iglesia. Al ver aquella persecución le preguntó a Robertito cuando pasó frente a ella:
-¿Qué le sucede, Robertito? ¿Por qué va corriendo así?
-¡Ay, esos niños, doña Fulana, que me gritan cosas!
-Ande, Robertito. No les haga caso. Son criaturas.
No debo haber ido corriendo muy aprisa, pues recuerdo muy bien todo ese diálogo, que escuché completo. Cuando llegué a mi casa mi mamá y mis tías me preguntaron por qué venía así, lleno de susto y agitado. Otra vez intervino el instinto de conservación.
-Me salió un perro -dije.
-¡Pobrecito! -me consolaron todas.
En verdad no merecía yo esa palabra compasiva. Ahora siento remordimiento por lo que dije y por lo que me dijeron.