Pero si Marruecos fue importante, no menos lo fue conocer al pintor Federico de Madrazo, entonces director del Museo del Prado, y pintor de la reina Isabel II, con el que emparentó al casarse, en 1867, con su hija Cecilia, entrando a formar parte de una de las familias más hegemónicas del panorama cultural español. El joven Fortuny aseguraba con ello, tanto su futuro como sus contactos internacionales.
Fundamental en su vida, fue la relación que mantuvo con su marchante, el francés, Adolphe Goupil, que le reclamaba temáticas de género costumbristas y factura “preciosista”.
Fortuny se convierte, de esa manera, en uno de los más requeridos en este tipo de pintura, en tabla o lienzo de pequeño formato, muy demandada por la alta burguesía, conocida como “casacones”, por tratarse de una pintura amable, anecdótica, con personajes dieciochescos vestidos con casacas, togas y pelucas, a la que Fortuny añadió una paleta de vivos colores, con tonos exóticos, y una pincelada ágil, dando una sensación de inacabado, típico del catalán.
Durante esta etapa de consagración realizó obras maestras como “La Vicaría” o “La Elección de la Modelo”, Goupil se preocupó mucho de exponer su obra de forma muy selecta, limitándola solo a su galería o a ricos coleccionista.
Aquel elitismo le dió fama y le permitió una vida acomodada, pero revirtió, tras su muerte, en verle con un cierto encorsetamiento, en relación con la generación de los impresionistas de la que fue coetáneo pero no militante.
Y es que, salvo los últimos años de su vida, el “preciosismo” de su factura evidencia un virtuosismo que le hace meticuloso, que se deleita en el detalle, sofisticado, llegando a embellecer la realidad, y que aleja su pintura -tanto en el fondo y en la forma-, de los impresionistas.
Las palabras del crítico y cronista francés de la guerra de África, Charles Yriarte, que coincidió con Fortuny en Tánger, resumen quizás con excesiva dureza su pintura: “brillante, llamativa, hábil, más certera en cautivar a los ojos que en conmover el corazón”.