Una compañía teatral llegó a cierto pueblo cuyo nombre no viene al caso mencionar. La tal compañía era de medio pelo, si cabe la expresión -y sí ha de caber, pues medio pelo en cualquier parte cabe-, pero su director tuvo el enorme atrevimiento de montar, como se dice en el argot teatral, una tragedia de mucho aliento: nada menos que “Otelo”, del Cisne de Avon, que con ese dariano y perfumado nombre es conocido Shakespeare.

Una gárrula muchedumbre atestó la sala del único cine que había en el lugar. Y es que por medio de una carro de sonido que recorrió las contadas calles de la población se había anunciado que en la representación habría crímenes sangrientos, pasiones desatadas, alevosas traiciones, adulterios y otras cosas más del mismo jaez, pertenecientes todas a la vida real.

Empezó la obra. El público seguía con atención profunda el desenvolvimiento de la trama: el ciego amor del moro de Venecia por la rubia y virginal Desdémona; la envidia feroz de Yago y su satánica perfidia... Movidos de la fatalidad los acontecimientos se van precipitando hasta llegar a la final escena: Desdémona, ignorante de que vivía los últimos instantes de su vida, se dispone a dormir, acechada detrás de las cortinas por el celoso Otelo que, cegado por las intrigas de su malvado alférez, va a matarla.

El público presiente que algo espantoso sucederá en seguida. Desdémona suelta la blonda y larga cabellera, que cae sobre sus hombros como un torrente de oro, y se arrodilla luego al pie del lecho para decir sus oraciones. La tensión entre la concurrencia va creciendo; es ya insoportable. Termina el rezo. La inocente muchacha sube a la cama y se cubre con una nívea colcha. Pone la cabeza sobre la almohada que dentro de poco le servirá a su esposo para ahogarla. Cierra los ojos a fin de procurar el sueño. Y entonces se oyó una voz estentórea proveniente del fondo de la sala:

-¡Desdémona! -gritó un pelado-. ¿Qué no vas a mear?

Muy pertinente era la observación, pues ya se sabe que el acto final del día -y el primero también- es ir a desaguar. Ni el hombre más poderoso de la Tierra ni la mujer más bella están exentos de pagar ese tributo a la naturaleza. Atingente era el grito, vuelvo a manifestarlo, pero muy falto de respeto para Desdémona, para Shakespeare y para la cultura en general.

Nadie se salva de esos intempestivos gritos, que suelen escucharse en el momento menos oportuno. Álvaro Carrillo, gran compositor, actuaba una noche en un centro nocturno de la Capital. Recientemente había estrenado su preciosa canción “Se te olvida”, llamada popularmente “Cicatrices” o “La mentira”. Con mucho sentimiento empezó a interpretarla:

“Se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices...”.
Interrumpió la canción un individuo, ebrio de vino y ebrio también, seguramente, de contrariado amor. He aquí lo que con gemebunda voz dijo el borracho:

-¡No es que se les olvide, Alvarito! ¡Lo que pasa es que se hacen pendejas!