El doctor Torralba fue perseguido por la Inquisición. Todos hemos sido perseguidos por ese tribunal, ya en la forma de un papá empeñado en saber por qué llegamos tarde, ya en la traza de una esposa terca en saber por qué llegamos tarde.
Aquel doctor Torralba hubo de afrontar la inquina de la Inquisición porque dijo haber volado de Madrid a Roma en una caña. El vuelo fue tan rápido, contaba, que desayunó en la Plaza Mayor y comió en una fonda romana sobre la cual caía la sombra de la basílica de San Pedro. Cosa de brujería es ésta, pensó alguien que oyó la narración, y fue con el chisme al tribunal dominicano.
Los dominicos, ya se sabe, no se andan con medias tintas. Para ellos las cosas son negras o blancas, lo mismo que su hábito. Así, hicieron prender a Torralba, que se asustó bastante, pues a lo mejor luego lo iban a encender. Y es que los inquisidores amaban mucho a la verdad –su verdad-, pero muy poco a los hombres. Así, su celo terminaba casi siempre en hoguera para el que caía en sus manos. Yo pienso que valen más las obras de caridad -o sea las obras de amor- que todos los dogmas religiosos juntos. Decir eso me habría llevado al quemadero de la Inquisición.
El doctor Torralba no se arredró ante sus severos jueces. Les contó con el mayor candor que en Italia, a donde viajó en calidad de médico de la reina viuda de Portugal, conoció a un fraile nigromante a quien curó de una rara forma de erupción que padecía en el culo (así dijo él). En gratitud el fraile le regaló un demonio bueno cuyo nombre era Ezequiel.
Este tal Ezequiel se volvió esclavo del doctor Torralba, un fiel sirviente que todos quisiéramos tener. Le cumplía cualquier deseo, ya fuese de dinero, de mujeres o de poder. Con el primero que le hubiese obsequiado habría podido satisfacer el doctor Torralba los otros dos, pero el esclavo era muy generoso.
Gracias a sus buenas artes pudo el médico hacer su mágico viaje aéreo de Madrid a Roma.
Los inquisidores quedaron turulatos al oír aquella relación. Juzgaron que Torralba estaba loco, y extrañamente lo dejaron ir. Meses después el doctor se presentó motu proprio ante el Tribunal y dijo a los inquisidores que para corresponder al fino trato que de ellos había recibido quería comunicarles algo.
Había viajado otra vez a Roma el día anterior, montado en su veloz caña, y presenció en la Ciudad Eterna un grave acontecimiento: Roma había sido asaltada por las tropas de Carlos Quinto, y en el asalto perdió la vida el condestable de Borbón.
-Gracias, buen hombre -le contestaron los inquisidores dándole palmaditas en la espalda-. Id en paz.
Un mes después llegaron a Madrid los correos italianos. Traían la noticia de que Roma había sido asaltada por las tropas de Carlos Quinto, y en el asalto perdió la vida el condestable de Borbón.
No entiendo. Pero es tan poco lo que entiendo -es tan poco lo que entendemos- que no me preocupo. Pongo aquí el nombre del doctor Torralba, citado en el Quijote por Cervantes, como prueba de lo que Shakespeare dijo en “Hamlet”: hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que jamás alcanzaron a soñar todas nuestras filosofías. O, en palabras de Cuco Sánchez: “Hay cosas imposibles que sin embargo suceden”.