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Hablemos de Dios 62
El texto de la semana antepasada fue harto leído y bien replicado. Agradezco su lectura y atención. No quiero convencer a nadie, tome lo pertinente y de su interés y lo demás, tírelo. Respeto a quien le hable Dios, el espíritu santo o Jesucristo, o bien, a quien se le manifieste y los pueda ver. Lo respeto, pero no lo creo. Dios no puede ir en contra de su creación la cual y en teoría, según nos dicen los teólogos y maestros, es perfecta. Si es perfecta, no puede ir en contra de sí misma. Se anularía, y si hay excepciones entonces el 99 por ciento de la humanidad está engañada por no poder convocar a Dios, al espíritu o al maestro Jesucristo a placer y, según sus dichos, les habla, les susurra, les manda hacer y decir cosas. ¿Por qué a cinco, 10 o 48 humanos se les manifiesta y habla, y no al restante 99 por ciento de la humanidad?
Dice una máxima de Françoise de La Rochefoucauld: “Ni el sol ni la muerte pueden mirarse a la cara”. Cuenta Giacomo Marramao, en su portentoso libro “Contra el poder”, del nexo indisoluble vinculante entre la luz enceguecedora del poder absoluto y su prerrogativa de dar muerte. Tienen razón ambos pensadores, total razón, y esta máxima o aforismo está ancilada en una cita bíblica: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre y vivirá…” (Éxodo 33:20). Por eso, en la primera de Juan este escribe en el verso 4:12: “Nadie ha visto nunca a Dios”. En el portentoso “Diccionario de los Símbolos”, de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, se lee: “La visión cara a cara está reservada a la vida eterna”. Les creo. Y este anhelo siempre frustrado de los humanos de estar cerca de Dios y lo divino, el buscarlo en vida todo el tiempo, hizo exclamar a Moisés, “muéstrate a mí” (Éxodo 33:13).
Los exegetas hablan de la vida y obra de Jesucristo como el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Esto lo fue desde el origen de la creación y se habla de ello en los primeros versos del Génesis. La luz sobre la oscuridad y abismo del mundo. Para los hermanos judíos y sus eruditos talmudistas, hay dos comienzos, dos puntos: uno escondido (oscuro), el otro visible y conocido (camino de luz); aunque no hay separación entre ellos. Son dos comienzos unidos, es “la puerta del Señor” (“Zohar. Libro del esplendor”). Pero sin duda, buscamos la luz, cierta gradación asequible, por ello en Deuteronomio se lee: “el iluminado brillará como el esplendor del cielo” (12:3). Por algo también, de entre sus múltiples enseñanzas y nombres, Jesucristo dijo ser la puerta: “Yo soy la puerta. El que por mí entrare, será salvo…”. Entrar, traspasar el umbral a la luz. De aquí el famoso túnel el cual, en situación de ensoñación casi mortal, hemos visto alguna vez. Negro, luego el resplandor.
ESQUINA-BAJAN
¿Para usted, estimado lector, cuál es el verdadero rostro de Jesucristo o el de Dios? ¿Será parecido al de James Caviezel o al de Willem Dafoe en aquella película satanizada, “La última tentación de Jesucristo”? ¿Usted cómo se imagina a Dios o al maestro Jesucristo? Si nos atenemos a las primeras representaciones gráficas en la historia, en las catacumbas de Roma aparecen las primeras formas. De signo simbólico la mayoría: el buen pastor, el cordero, el pez, el monograma entre el alfa y omega (Apocalipsis 1:8); se le representaba como un cedro, un cirio, una paloma, un león (“venció el león de la tribu de Judá”). ¿Es importante ver el rostro de Jesús? Su imagen ha pasado por muchas transformaciones. Hollywood, esa fábrica de sueños, nos ha moldeado nuestro gusto estético.
Pero, si usted lee puntillosamente el Nuevo Testamento, nada se dice del rostro de Jesús. Nada. Ni una pálida descripción. De hecho, cuando el gran maestro resucita (de haberlo hecho), los discípulos se espantaron de verlo. Es decir, no lo conocían.
¿Había cambiado, era otro, era el mismo Jesús? Al ser “nazireo” (en Números 6. 1-21 se encuentran todas sus normas), este tenía el cabello largo, rebelde y una barba hirsuta, retorcida, desaliñada (los nazireos más famosos son Sansón y Samuel y no podían afeitarse ni cortarse el cabello, su melena, propia del hombre de carácter recio y con pocas dudas. Cejas tupidas y pelo en pecho). Imagino, el maestro Jesucristo tenía brazos y manos rudas, al haber ayudado a su padre, José, el carpintero, en su oficio cotidiano para ganarse el sustento diario.
¿Cómo era físicamente Jesús? No lo sabemos. Eso del famoso “Sudario Santo de Turín”, donde quedó como fotografía la imagen de un crucificado, martirizado a palos y espinas, la ciencia una y otra vez ha dudado. Lo bien cierto, y si usted cree en la Biblia y eso llamado Evangelios, pues no hay duda de la vida de Jesucristo sobre la tierra. Era tan humano como usted o yo, señor lector. Tenía hambre (Mateo y Juan lo platican), se cansaba (Juan), la gente lo tocaba (Marcos, Juan), tenía sed y, claro, le gustaba el buen vino (Juan), no pocas veces era iracundo y se encabronaba (bueno, se indignaba), se lee en Marcos y Juan.
LETRAS MINÚSCULAS
¿Ver a Dios, a Jesucristo? Sí, cuando usted muera…