Henning Mankell: Residuos nucleares

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Henning Mankell: Residuos nucleares

Siempre hay alguien que anda especulando y que gana cuando se producen ataques brutales.
-Henning Mankell

Parece de mal augurio, en el año que inicia, abrir el ciclo de estas colaboraciones precisamente con el comentario de un libro escrito desde los umbrales de la muerte. Me refiero a “Arenas movedizas” (Tusquets, 2015), del autor sueco Henning Mankell (1948-2015).

Los anteriores días relativamente libres sirvieron, entre otras cosas, para hurgar entre ciertos asuntos pendientes y oros tantos “proyectos de lectura”, como algunos llaman a los libros. Los pendientes seguirán esperando o me rebasarán, no sé si importa demasiado. Los libros, a pesar de la tecnología digital y quién sabe por cuánto tiempo, siguen acumulándose, en mi caso y en el de otros maniáticos.

Había resistido el peligro de leer un libro como éste, cuyo autor acaba –casi- de morir a causa de un cáncer. No se trata esta vez de una de sus novelas negras, ni de una colección de relatos, ni de una novela más o menos convencional. Tampoco se trata de una obra de teatro. “Arenas movedizas” es un libro memorioso y, si entiendo bien, la primera vez que Mankell habla de sí mismo en primera persona del singular.

La fulminante certeza de que padece un cáncer muy agresivo, gracias a un diagnóstico inesperado, y la conciencia de que los tratamientos médicos podían ser falibles, lanza al autor hacia sí mismo, pero más que escribir sobre él mismo, Mankell escribe sobre la especie y sus cavernas ontológicas, sobre el inescrutable pasado de la humanidad y sobre el tenebroso futuro de este planeta. ¿Descabellado? Es posible, pero tratándose de un escritor como éste, no hubiera podido ser de otra manera.

Un escritor de novela negra suele ser, en el fondo, un filósofo de la ética, un poeta “existencialista” o un teólogo. Leer cualquier obra detectivesca de Mankell –“La leona blanca” (1993), “La quinta mujer” (1996), “Pisando los talones” (1997)…- no sólo es asistir a la algebraica pesquisa de un criminal sino también a la “puesta en abismo” de lo que los griegos llamaban “Destino”, y con esto, a todo aquello que hace del “Destino” lo que parece ser: la abstracta encarnación de la adversidad.
En el párrafo anterior, me parece, está contenida –y constreñida- una abstrusa filosofía de la vida en general y de la vida humana en particular. Como buen autor de novelas de suspense, Mankell es de una inteligencia matemática: urde y complica sus tramas rápidamente dejando algunos cabos sueltos aquí y allá, pero ninguno parece servir al lector cuando pretende detectar al criminal. No es éste, sin embargo, el único talento de Mankell: al penetrar más allá de la trama, el autor va mostrándonos la podredumbre de una sociedad aparentemente civilizada, la extrema capacidad de crueldad que el hombre puede ostentar, la máscara gesticulante y grotesca de lo verdaderamente humano.

Entendemos entonces que autores como Henning Mankell no son, no pueden ser “populares”, aunque tengo entendido que, a partir de la serie protagonizada por el encantador detective Kurt Wallander, el escritor sueco disfrutó de un gran éxito de ventas. Pero eso es tema de la mercadotecnia, no del arte y la literatura. En estos territorios, Mankell es un escritor que construyó edificios ficcionales desconcertantes y tremendamente reveladores de la naturaleza humana.
¿Es esto posible después de Shakespeare, Dostoyevski, Balzac, Kafka, Proust, Beckett? Sí, es posible. Mankell es un buen ejemplo de ello. Solemos decir que ya todo está dicho, que ya todo se escribió, que nada queda por decir. Pero parece que cada “generación” tiene o encuentra su propia manera de nombrar el mundo, la vida, su vida. Habría que echarle un ojo a estas “Arenas movedizas” para entender que aunque “todo esté dicho” y “nada nuevo hay bajo el sol”, siempre habrá una forma, otra forma de decir lo mismo.

Cuando Mankell recibió el diagnóstico, apenas iniciado el año 2014, sintió, dice, “que la vida se encogía”. En ese lapso, que duró menos de dos años antes del final, el escritor se refugió en los libros, las artes visuales y la música. También en la redacción de este volumen, que al parecer, no pensó que sería el último. Libro híbrido y estremecedor, “Arenas movedizas” es un paseo vertiginoso, entre anecdótico y reflexivo, por algunos episodios capitales de su vida y por algunos temas que en ese momento crucial se convirtieron en obsesiones más vivas que nunca: la explotación de la energía atómica y sus residuos nucleares, la esclavitud, la crueldad humana, el pasado remoto y cercano, la guerra, las ideologías enajenantes, el racismo, el olvido, la muerte como un hecho trágico y orgánico de lo más natural según se vea, el incierto futuro, el miedo, la alegría y el dolor que provoca el hecho de vivir…

La introspección convierte al autor en un descendiente directo de Montaigne. Como el gran francés, Mankell parte de su propia individualidad pero jamás olvida que pertenece a una comunidad, a una inmensa familia, a una especie. Así, viaja como un péndulo de la más remota hondura de su pasado familiar a los actuales acontecimientos que amenazan sin lugar a dudas a la humanidad. Mankell recuerda, piensa, se preocupa por el mundo, escribe y mantiene alguna esperanza mientras camina hacia su muerte.

Hay tantos subrayados en mi ejemplar de “Arenas movedizas” que tendría que transcribir la mitad del libro para ofrecer una idea de su trascendencia. Aquí un ejemplo íntimo -pero tómese en cuenta que esto no es “literatura”-: “Me levanto, aunque no son más que las cuatro, y voy a oscuras a la habitación donde tengo los libros. El resplandor de la luz de la calle se vierte sobre una de las estanterías. Está atestada de libros. Lars Eriksson hizo todas mis estanterías a medida, con madera de roble. Me digo que tendrá que hacer algunas más. No tengo sitio para tantas pilas de libros, que no paran de crecer. / Mientras siga vivo, las pilas seguirán creciendo.”

Henning Mankell ya no está aquí. Murió el 5 de octubre del año pasado.