El muchacho tenía papá rico, y como hijo de rico se portaba. Hacía siempre su santa voluntad, que a veces no era tan santa.
Cierto día le salió a su padre con la embajada de que se quería casar.
–¡Pero, hijo! –se consternó el señor–. ¡No tienes edad para eso! ¡Apenas acabas de cumplir los 18 años!
–Usté se casó a los 19, apá.
–Sí, pero yo ya trabajaba y me ganaba el pan. Tú eres todavía hijo de familia.
–No li’hace. Yo me quiero casar.
–Le vas a causar a tu madre una pena muy grande.
–Ya se conformará.
–Pero, hijo: ¿por qué esa terquedad? ¿Qué necesidad tienes?
–Le di palabra de matrimonio a Loretela, y fiada en mi palabra ella se me entregó.
–¿Y está embarazada?
–No. Pero ni falta que hace: soy hombre y debo cumplir mi palabra.
–Mira, hijo: los juramentos de amor no cuentan, y menos cuando se hacen en un momento de calentura.
–No estoy de acuerdo, padre. La palabra de hombre cuenta mucho. Y yo soy hombre. Soy todo un caballero. Me casaré.
–Hijo, de rodillas te pido que no cometas esa equivocación.
–No se empeñe usté, apá, ni se mortifique. Nada me hará cambiar de opinión. Voy a casarme. Di mi palabra.
–Hijo, piensa en tu pobre madre.
–Pienso en ella, pero de cualquier modo me voy a casar. Está de por medio mi honor.
–Tus hermanas van a sufrir mucho.
–Pobrecitas, pero me caso de cualquier manera.
–¿Qué puedo hacer para quitarte esa idea de la cabeza?
–Nada, padre. Quiero y debo casarme y me casaré. Tengo que cumplir mi palabra de honor.
El señor, lleno de angustia, echó mano de un recurso desesperado, el último:
–Mira, hijo: si no te casas te regalo un coche. Convertible, último modelo.
–Que sea rojo, apá.