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Historia de un brassiére (II)
Sinopsis: La señora ha sentido que la varilla del brassiére le causaba irritación. Se lo quita, sale de la fiesta y esconde la prenda entre los dos asientos delanteros del coche convertible de su esposo.
Sigue ahora el relato. Han pasado cinco años. Un señor bebe su copa, solitario. El cantinero del bar le pregunta la causa de su tristeza y soledad.
—Ha de saber usted —cuenta el señor— que yo amaba a mi esposa. Cierta noche fuimos a una fiesta. Al terminar regresamos a la casa. Yo tenía un precioso auto convertible. Mi esposa dormitó en el trayecto. Cuando llegamos buscó algo entre los asientos del coche, y no lo halló. Me dijo que había dejado ahí su brassiére, y ya no estaba. La única explicación, añadió, era que yo lo había tirado en el camino a casa. Seguramente había estado con otra mujer, y pensé que el brassiére era de la querida, por eso lo tiré. Yo juré y perjuré que no había hecho tal cosa, pero desde ese día ella me perdió la confianza; se fueron enfriando nuestras relaciones y aquello terminó en divorcio. No he vuelto a ser feliz.
En otro bar, otro bebedor solitario le cuenta su historia al cantinero.
—Ha de saber usted que yo amaba a mi esposa. Cierta noche fuimos a una fiesta. Al terminar regresamos a la casa. Yo tenía un precioso auto convertible. Mi esposa dormitó en el trayecto. Cuando llegamos a la casa vio que había algo entre los dos asientos. Lo sacó. Era un brassiére. Me preguntó quién lo había puesto ahí. Yo no lo sabía. Me acusó de estarla engañando. Seguramente había estado en el coche con otra mujer, y ella olvidó la prenda. Yo juré y perjuré que no había hecho tal cosa, pero desde ese día ella me perdió la confianza; se fueron enfriando nuestras relaciones, y aquello terminó en divorcio. No he vuelto a ser feliz.
Nosotros podemos explicar lo que aquellos dos infelices no pueden entender. Los coches de ambos eran exactamente iguales: convertibles los dos, de igual modelo, de la misma marca, el mismo color y el mismo año. Como estaban en su club, los dueños de los coches dejaban las llaves en el auto. La señora, con la prisa de esconder el brassiére, fue al coche del otro señor en vez de ir hacia el de su marido, y ahí escondió la prenda. Por eso no la encontró en el auto de su esposo; por eso la otra señora halló el brassiére en el coche del suyo.
Nada de eso habría pasado si la muchacha que participó en la hechura de aquella prenda hubiera hecho bien su trabajo. Pero no lo hizo bien porque no estaba pensando en su tarea: estaba pensando en lo que haría, pues acababa de saber que estaba embarazada.
¿Entonces el culpable fue el hombre que embarazó a la muchacha que no cosió bien la varilla del brassiére que irritó la piel de la señora que se lo quitó y lo escondió en un coche que no era el de su esposo? No digo eso. Lo que digo es que el destino —la anágke que decían los griegos— anduvo en esto y determinó el rumbo de las cosas. Y también el de las vidas: las de los dos hombres, las de las dos esposas, y las de los hijos de ambos matrimonios. Todo por un brassiére mal hecho. De cosas mayores —y menores— se vale la fatalidad.