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Historias de mesas
Chalío, gran mesero y gran señor de La Calesa, que es en Chihuahua el restaurante de más grande tradición, me contó una historia. Dice que cierto día llegó a comer ahí un señor muy bien vestido. Iba solo, y pidió que le asignaran la mesa mejor situada, donde no hubiera corrientes de aire, ni humo de cigarro, ni ruidosas conversaciones de otros parroquianos.
Chalío, diligente y atento como siempre, le asignó la mejor mesa disponible. En seguida el señor pidió un aperitivo, el más caro que hubiera disponible, y luego solicitó la carta, y escogió el corte de carne más costoso del menú. Dio al mesero instrucciones precisas sobre el modo en que la carne le gustaba, y advirtió que si la carne no venía tal como la había ordenado la devolvería.
Ordenó que le trajeran una botella de vino tinto, también el de más precio de la cava y el que mejor maridaje hacía con la carne. Cuando el rojo licor le fue escanciado lo cató con aire de conocedor. Olió primero el corcho; dejó que el vino respirara; hizo girar después la copa a fin de que el vino liberara sus aromas, y los aspiró con gesto fruitivo. Luego bebió un ligero sorbo, y chasqueó la lengua para mejor paladear su recio sabor. Con leve movimiento de cabeza aprobó el vino.
Comió el señor su carne lentamente, y con la misma lentitud apuró el tinto. Al final pidió un café americano y dos o tres copas de coñac, que igualmente bebió con delectación morosa. Finalmente pidió un Corona-Corona, y fumó el finísimo habano con la mirada perdida en el vacío, como evocando algún recuerdo de los tiempos idos.
Cuando hubo hecho todo aquello llamó a Chalío y le espetó con voz severa:
-¿No me recuerda usted?
-No, señor -se desconcertó el jefe de meseros-. No lo recuerdo.
-A ver -insistió el hombre-. Haga un esfuerzo. ¿De veras no me reconoce?
-No, caballero -se azaró Chalío-. Su rostro me parece conocido, estoy seguro de que lo he visto alguna vez, pero, disculpe usted, por los años me falla un poco la memoria, y no recuerdo en verdad quién es usted. Perdone, se lo ruego.
-Le ayudaré a recordar -dijo el señor con duro acento-. Hace 20 años vine aquí. Entonces era yo pobre, pero la ilusión de mi vida era comer un día en La Calesa. Me conseguí un trajecito usado y vine sin un peso en el bolsillo. No me importaba lo que pudiera sucederme; quería darme el gusto de comer en el mejor restorán de la ciudad. Pedí el platillo más barato, y una cerveza. Cuando al final dije que no tenía con qué pagar la cuenta usted se puso furioso. Llamó a un gendarme e hizo que me detuviera. Yo le decía que estaba dispuesto a lavar platos, a barrer la calle, pero usted no quiso oírme, y el policía me llevó. Pasé dos meses en la cárcel, hasta que mi pobre esposa juntó con sacrificios el dinero para pagar la fianza.
-¡Caramba, señor! – se turbó Chalío-. Me apena mucho lo que me dice. Yo sólo estaba cumpliendo con mi deber, créame. Son cosas que suceden; de ninguna manera fue mi intención... Me siento avergonzado, de veras.
No sé qué decirle.
Habló el sujeto:
-Llame otra vez a la policía. Tampoco hoy traigo con qué pagar la cuenta.