Recordemos aquel poema de Nezahualcóyotl. En sus versos, la madre india llora a su hijo, muerto en la batalla. A las madres de los guerreros se les prohibía lamentar la pérdida de sus hijos, pues habían muerto gloriosamente, y estaban ya en la región donde los dioses habitaban. En el poema del gran bardo mexica, la madre dice que no está llorando: la causa de sus lágrimas es el humo del hogar.
“Smoke Get in Your Eyes” es una famosa canción americana. En ella es el humo del cigarro lo que hace que se humedezcan los ojos de quien ama cuando ve partir al objeto de su amor. Y Agustín Lara escribió: “Humo en los ojos, cuando te fuiste, cuando dijiste llena de angustia: ‘No volveré’...”.
La Semana Santa la pasamos mi familia y yo, igual que siempre hacemos, en el Potrero de Ábrego. Ese lugar querido es para nosotros un edén. Por las ventanas de la casona solariega se miran los enhiestos picachos de Las Ánimas; frente al rancho se levanta la empinada sierra llamada El Coahuilón; y hacia el norte se eleva el monte que separa nuestras tierras de la Laguna de Sánchez, perteneciente ya a Nuevo León.
Esta Semana Santa fue muy triste. La sequía ha entristecido toda la comarca. Ardió el bosque en las montañas del vecino estado. El incendio fue colosal, como nunca en el Potrero se había visto. Por la noche la sierra de La Cebolla parecía un volcán cuya erupción de llamas se avivaba con el fortísimo viento que sopló aquel martes, día que en Monterrey quedó registrado ya como “El martes negro”. Al día siguiente íbamos a hacer un día de campo en Los Coyotes, con las primas Peña. Tuvimos que suspenderlo porque el sol se eclipsó con el humo de aquella inmensa hoguera, que el viento trajo hasta nosotros. El sol se veía mortecino, y por la noche la luna en creciente se pintó de un ominoso color anaranjado.
Humo en los ojos, sí. Humo de incendio en el que mueren los pinos gigantes y las encinas centenarias. Humo del fuego que mata a las hermosas criaturas que en el bosque viven: el oso y el venado; el jabalí y el puma; la guacamaya, el pavo silvestre, la escurridiza codorniz. Y humo de lágrimas por el acabamiento de aquellas perdidas hermosuras que hasta dentro de un siglo se recuperarán.
Ayer venía yo de un desayuno aquí en Saltillo, y al tomar por el bulevar Colosio hacia el oriente miré otra vez una alta nube de humo. Sentí un vacío en el estómago, y el corazón se me oprimió. Para quienes amamos el bosque una nube de humo así es mensajera de desgracias. Estamos perdiendo nuestros bosques. Los pinos que nos quedan –tan pocos ya– van desapareciendo, víctimas de la torpeza de los hombres o de sus ansias de dinero. Tengo un recuerdo: niño yo de cinco años, o de seis, mi padre –que de Dios goce– me señalaba el filo de la sierra de Zapalinamé, coronada de pinos, y me decía que su silueta era el cortejo de los Reyes Magos. Yo miraba, clarito, el elefante, el caballo y el camello, y aun descubría a los Magos con sus coronas y sus mantos...
Ahora ya casi no se miran árboles en lo alto de la sierra. Humo en los ojos...