José Vicente Anaya y ‘Alforja’

Usted está aquí

José Vicente Anaya y ‘Alforja’

Hoy voy encontrando cinco ejemplares de ella y ha sido un deslumbramiento gozo. De hecho, tengo su primer número, la correspondiente a la primavera de 1997

La poesía es una forma de esperanza. Forma y fondo de estar en el mundo y fuera de él. No hay contradicción de por medio. Remedio contra la angustia, leer poesía. La poesía es totalmente inútil en el mundo real y moderno, pero es insoslayable e insustituible. Y si es poesía, nada como leerla en libros, en revistas. Deletrearla en los libros y seguir su huella olorosa, como se siguen y se acarician y se huelen los muslos de la mujer amada hasta llegar a su sexo ya mojado y húmedo –esa herida la cual dijo alguna vez Carlos Fuentes, jamás cicatriza– para de una vez y por todas perdernos en la ambrosía del placer y lujuria. Esto es la poesía.

Los hermanos judíos, si usted lo ha visto, cuando leen la Torah o el Zohar, el llamado libro del esplendor, siguen su lectura con la voz, pero siempre apuntan con su dedo en el reglón que cantan. Siguen su lectura con el dedo. Es decir, un contacto físico y espiritual con el poema, con la poesía, como si fuese una relación con el cuerpo de la mujer o del hombre amado. La poesía, contra lo que puede suponerse, es un contacto y amor físico. La poesía se huele, se toca, se palpa, se acaricia. En tiempos de angustia, soledad y desesperanza e inciertos por esta pandemia maldita, en esta época de avances tecnológicos y científicos “sin límite”, regresar a la poesía y su conocimiento verdadero es buscar la sílaba precisa y el justo peso del acento. Tiempos rudos, tan rudos, que los poetas se mueren como han vivido: en soledad. Entregados como los pájaros, a vivir y dormir enroscadas las patas en la rama del árbol y trinando lánguidamente, entregados a su canto.

El recuento es doloroso, en estos tiempos rudos de aislamiento y distancia social, han muerto tres poetas de buena factura: Carlos Ruiz Zafón, novelista catalán del cual ya dimos noticia aquí; el inconmensurable ibérico Juan Marsé, de quien tengo casi todos sus libros (novelas y periodismo), y recién ha muerto el poeta, editor y ensayista, el mexicano José Vicente Anaya (1947-2020). Llegué a su poesía y recuerdo vagamente alguna vez haberlo conocido en una cafetería en la Ciudad de México, vía la mano del maestro Armando Oviedo Romero. Tengo al menos tres de sus libros emblemáticos de su vasta producción de al menos 30 volúmenes en poesía, ensayo y traducciones los cuales son el testamento de su vida.

He hurgado en mis anaqueles y cajas donde tengo clasificado lo de “poesía”, los volúmenes de este género literario emparentado con los dioses y, al momento de escribir esta necrológica, no encuentro aún los libros del sabio maestro. Pero, revolviendo aquí y allá, he dado con uno de sus tesoros: cinco ejemplares de su célebre y legendaria revista de poesía “Alforja”, la cual hizo época y es un ejemplo de apuesta de vida hacia el género mayor de la literatura. Letras, como la literatura toda, en retirada y agónica. 

Esquina-bajan

Pájaro entregado a su canto, el maestro José Vicente Anaya tuvo una vasta producción de su propia poesía y ensayos literarios, pero se destacó también por la generosidad, arrojo y audacia al editar una revista hoy impensable en el mundo editorial de consumismo y mercantilismo que habitamos, bueno, siempre lo hemos habitado. El maestro editó “Alforja. Revista de poesía”. Publicación trimestral la cual salía a la luz pública con las estaciones del año. La revista, vengo leyendo, duró viva de 1991 a 2008: un heroísmo. Para mi desgracia e ignorancia, pensé que había desaparecido hace muchos años o lustros y dejé de buscarle cuando iba en mis frecuentes viajes a la Ciudad de México. Impensable encontrarla tierra adentro como aquí, en Monclova, en Monterrey o Reynosa, Tamaulipas.

Hoy voy encontrando cinco ejemplares de ella y ha sido un deslumbramiento gozo. De hecho, tengo su primer número, la correspondiente a la primavera de 1997. Aquí se editan en poco más de 140 páginas (no revista, sino un verdadero libro impecablemente bien vestido y curtido) a una pléyade de puros ases de la creación: Jack Kerouack (de quien Anaya lo sabía todo o casi todo, debido a que éste había traducido a dicha generación gringa llamada “Beat”), Javier Sicilia, Tomás Calvillo, Valerio Magrelli, Sergio Mondragón, Gary Snyder, Henry Miller (el erotómano por siempre), Herbert Marcuse, Alberto Blanco. La nómina es amplia y ancha. Lo mismo se editaban poemas inéditos que excelentes y pulcras entrevistas, o bien, se traducían textos poco o nada conocidos en español en México.

Para el músico Rafael Catana, José Vicente Anaya “es un pájaro que volaba sobre la Ciudad de México, mirando con sus textos el romance, la violencia, el deseo…”. El maestro Catana tiene razón en su comparación y símil. Y cosa de enredos literarios, cuando los pájaros duermen en su rama o cable eléctrico, inmunes a la descarga del rayo, las patas quedan asidas fuertemente a la rama, no así las rodillas, las cuales se doblan, son flexibles en grado sumo. Por eso no se caen. La rodilla doblada es lo que les da la fuerza para estar de pie y dormir sin caerse al vacío. Luego, deben de desdoblar sus rodillas para poder zafarse con sus patas y emprender el vuelo.

¿Tenemos miedo y riesgo de caer en el vacío? No hay nada como tener las rodillas dobladas en oración. Y la oración, usted lo sabe, es la poesía. ¿Remedio contra cualquier mal? Orar. Por esto, los poetas son santos. Hablan con la voz de la tribu junto al fuego en las noches más altas, y su voz y palabras son vino y fuego que nos ilumina. Pájaro entregado a su canto, la voz del maestro José Vicente Anaya y sus múltiples acercamientos a la traducción, al ensayo y su propio canto y poesía, deben ser reeditados.

Letras minúsculas

“El único poder trascendente / lo tienen los gusanos / devorando cadáveres / a través de los siglos y los siglos. Amén”. El poeta tuvo razón.