La breve historia del ermitaño de ‘Los Magueyales’: el extraño de pelo largo

Lo llaman ‘El Chivero’, se llama Guillermo Covarrubias y su vida está llena de esfuerzos; ahora que se volvió víctima de invasiones y destrozos no la pasa tan bien
Reconocido. Ya con los 22 años vividos en este lugar, don Guillermo es todo un referente. JESÚS PEÑA

TEXTO Y FOTOS: JESÚS PEÑA

Lo conocí… así nomás, de golpe.

Apenas lo vi me impresionó su larga y alba barba de ermitaño y su ancho sombrero raído.

Me pareció que estaba yo frente a un Crusoe del nuevo siglo, un cavernícola del siglo XXl, un asceta moderno.

Tampoco sabía yo de este recoveco de ciudad, su recoveco, yo que me jactaba de conocer la ciudad como la palma de mi mano.

Era el mediodía de un cálido, caliente, día otoñal, estaba parado debajo de un tecurucho.

Que se llamaba Guillermo Covarrubias Rivera, pero que casi toda la gente de acá lo conocía por “El Chivero”, se presentó y me extendió la mano.

Era una mano morena, tosca, mano campesina.

Sus perros, que en realidad no eran sus perros, sino perros vagos que llegaban al rancho a tomar agua, a comer lo que él les daba, lo que él podía darles, me saludaron meneando la cola.

Al fondo del solar se miraba una pieza de concreto, de piedra, asegurada con una puerta de chapa. 

La pieza tenía una ventana rectangular, también de fierro, cubierta por la mitad con un cartel de cantina desde donde me llamaba la silueta de una muchacha curvilínea con poca ropa, un bikini breve, de hilo dental.

La chica pareció sonreírme pícaramente cuando pasé frente al póster y la miré con cierto dejo de lascivia, de cachondez, de lujuria…

Y entonces “El Chivero”, también se rió, pícaro de lo que vio que vi.

Que había llegado a este rancho, dijo, rancho, hacía 22 años.

Y que cuando él llegó acá, no había nada ni nadie.

El puro monte.

El cerro pelón.

Guillermo Covarrubias Rivera era nada más y nada menos que el habitante más antiguo de todo el poniente de Saltillo, me presumió.

“No vivía nadie, solo yo aquí, Dios y mi alma”.

Que era del lado de San Luis Potosí, me contó…

Antes anduvo en la obra trabajando y todo, pero ya no hubo trabajo y se mudó acá. 

Don Miguel Ascacio, de la familia de los Ascacio, lo trajo a este rancho, que se llama “Los Magueyales”, y que queda en los confines de la ciudad, al poniente, para que cuidara este rancho.

Y él lo cuidó, lo cuida, de día y de noche.

Y esa fue, es, su vida, cuidar este rancho.

SU FAMILIA Y LOS RECUERDOS

“El Chivero” tuvo mujer y tuvo ocho hijos, pero ahora vive acá, solo y su alma, en este rancho solitario.

“¿Mis hijos?, sí, a veces me visitan, cuando tienen tiempo, a veces que se tardan. Mucha gente me visita, amigos no agraviando, vienen en la tarde, un rato, y ya nos ponemos a platicar y ya…se distraen también ellos”.

Antes Guillermo podía escuchar el viento, el canto de los pájaros, el silencio, escuchar el silencio.

Tiraba pal monte con sus chivas y se perdía entre los pliegues del cerro erizado de espinos con sus chivas, dijo, y me llevó hasta el corral de las chivas, a la majada, donde había un montón de chivas, no sé cuántas, no las conté, no tuve el cuidado de contarlas.

Entonces me acordé, en un flashazo, de don Pedro, el ermitaño del Cañón de San Lorenzo que vivía en una cueva del Cañón de San Lorenzo con sus 14 chivas y cuya historia publiqué en Semanario. 

Y como un flashazo regresé al rancho con “El Chivero”, el rancho que ya no es tan rancho y ha cobrado con los años tintes de colonia marginada.

LA LLEGADA DE LA CIVILIZACIÓN

Sucedió cuando de repente la quietud del rancho se rasgó, se rompió, se quebró, como un florero que cae al suelo con estrépito y se hace añicos. 

Era la civilización.

La gente empezó a invadir.

Y ya el rancho no fue el mismo.

Aquel monte se llenó de gentes y de casas, muchas.

Ya no fue lo mismo.

Guillermo, que se había habituado a la soledad, empezó a tener miedo de la gente.

Pero se repuso, sobrevivió.

Y siguió.

“Aquí vive uno a gusto y feliz, mientras no lo molesten a uno, porque pos ya ve que no falta…”.

Ya luego pasó que trazaron la carretera que va para las colonias de acá, del poniente: Balcones, Josefa, Margaritas y el rancho perdió todo su esplendor.

De vez en vez sembraba tomate y chilito y ái se la pasaba.

Ya luego fue el ruido, la gente.

De pronto la gente entraba al rancho, sin su permiso, nomás a hacer destrozos, a destruir.

Echaban la basura en la noria y hasta perros muertos.

“Ya me han robado mis chivas, me han agujerado mis cuartillos, no sé qué buscan”, dice resignado.

DE CUANDO HABÍA AGUA

Me contó “El Chivero”, y me llevó hasta donde estaba la noria vieja de piedra que más antes daba agua limpia y muy fresca, pero ya no, ya se secó, la gente…

“El hombre, lobo del hombre”, mientras recordaba yo a Thomas Hobbes, Guillermo me llevó de vuelta al solar.

En el camino, una nopalera, varios cadáveres de coches que ya no andan, el chasis de una troca vieja; una Dodge pasada de moda… 

Me contó que un día le cayó la noticia de que el patrón Miguel Ascacio había muerto, pero a él nadie le dijo nada y él se quedó en el rancho, el rancho no es de él, él nomás lo está cuidando, quién sabe por cuánto tiempo más.

 

“Yo aquí estoy. A mí me dijeron ‘no se salga de aquí hasta que le llegue…”, una… cómo se llama… (orden) de que me saliera, pos nadie, pos yo aquí estoy, ¿cómo dejo aquí solo…?” 

Guillermo Covarrubias Rivera abrió la puerta de chapa de su cuarto y me invitó a pasar, que pasara, dijo, pásele.

Adentro había una cama con respaldo rosa, como de princesa de caricatura de televisión; un almanaque desde donde me miraba una chava despampanante, vestida con un bañador negro, tirada sobre la playa, bañada por las olas del mar; un cuadrito con la imagen del Santo Niño de Atocha, la pintura de un Jesucristo ascendiendo a la gloria y un retrato de Pancho Villa de medio cuerpo, con su uniforme de general, de cuerpo entero, montado en el Siete Leguas.

Salimos a la luz.

Afuera aguardaba un niño recargado en uno de los puntales del tecurucho.

Un niño de unos 10, 11 años, de los chicos que suelen venir con “El Chivero” para que les enseñe sus chivas o los lleve al monte con sus chivas.

LA MODESTA HABITACIÓN

Me contó y me empujó hasta una pieza de adobe con puerta de lata plantada a la entrada del rancho.

Una pieza de adobe carcomido que de tan carcomido parecía que se iba a desmoronar como polvorón.

“Todas son casitas viejas, este cuartito pos ái lo voy arreglado, mire ái voy al pasito, ya se está cayendo”.

Adentro había un ropero empolvado, un sombrero viejo colgado de la pared, un almanaque, un crucifijo, una vitrina, una estufa sin perillas, un radio, una heladera y al centro una mesa.

Y más allá, en otra sección de la choza, una borrega cría con la cabeza negra y el lomo blanco, una silla, la herramienta de Guillermo.

“¿Qué de qué me mantengo?, pos nomás las chivías, cuando vendo cabritos. Los amigos a veces me traen un taco o así, y mis hijos a veces me traen mi mandadito, me ayudan”.

Laborioso. Don Guillermo vive una vida modesta y dedicada al trabajo diario en el cuidado de su hato de chivas.