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La ‘i’ de Saltillo
Uno de los más grandes temores para algunos es la posibilidad de un día no encontrar las palabras para definir los conceptos, para expresar sensaciones o pensamientos. Lo que en la infancia fue el excitante descubrimiento ante la brillantez de los vocablos y su correspondencia, primero, con la realidad y luego con el pensamiento abstracto, se avizora como nubes aisladas y difuminadas en el horizonte del tiempo.
Bien se ha dicho que quienes padecen enfermedades cognitivas degenerativas pueden olvidar las palabras, pero nunca lo que ellas inspiraron. Así palabras afectuosas estarán presentes siempre en su inconsciente y de ello se valen los seres queridos cuando de cuidar a sus mayores se trata. Una palabra que muestre sonrisa, afecto, cariño, bienestar, logrará en ellos levantar el espíritu, aunque los demás consideren que no hay comprensión de palabra alguna.
Y es que la palabra, en ese fluir constante que representa el entrar en contacto con una y mil almas, va formando a la persona. La va construyendo hasta que, en un momento dado, cada uno elige de los cientos de vocablos los que formarán su íntimo y personal acervo.
Las palabras, dice el periodista Álex Grijelmo, “atesoran significados a menudo ocultos para el intelecto humano”. Cada palabra, en su extensión y profundidad, penetra de manera particular en el individuo. Puede adentrarse en los recovecos del sentimiento y entonces ni siquiera la mente humana puede llegar a alcanzar la dimensión de su sentido.
Es fascinante reflexionar en nuestro primer encuentro con las palabras. Cuando ellas se nos colocaban como en una bandeja, los párvulos que fuimos y los que ahora lo son, empezamos a tratar de entender el mundo adulto de acuerdo con la composición y estructura de las oraciones.
Muy de acuerdo en lo que comparte el mismo Grijelmo. Los niños componen con la lógica de la estructura de una palabra y por eso es que no saben de verbos irregulares, recalcados luego con insistencia por los mayores: “No se dice ‘yo cabo’, sino ‘yo quepo’. Ellos razonan de acuerdo con las estructuras oídas.
Hay en los textos de Grijelmo un concepto que describe como los sonidos seductores. Son esos sonidos particulares que dicen, que dicen mucho. Se refiere entre ellos a las vocales. Cuando se refiere a la letra “u”, reflexiona en su poder de “luz”. La empleamos, entonces, en palabras como “fulgor, fulgurante, iluminar, luminaria”.
Las reflexiones entorno de la “i” resultan entrañables. Dice que esos sonidos seductores se apropian de colores y tamaños. En el caso de la i, el color es el amarillo. Y es así, ilustra, con palabras como marchito, trigo, rubio, lívido.
Y para el caso del tamaño: “La letra ‘i’ se ha apropiado del mensaje de lo pequeño, con decenas de palabras que muestran lo diminuto gracias a ella.
“Una ‘i’ arrullada por alguna eme o ene le dan un punto afectuoso: ínfimo, infantil, infinitesimal, mínimo…”.
Más adelante, el mismo Grijelmo apunta que los diminutivos “adornan con la ‘i’ no por casualidad: la ‘i’ tónica de –ico, –ito, –illo…”. Así, casita; así, parquecillo… “Algo”, dice Grijelmo, “hubo en el ambiente de los hablantes del siglo 14 cuando se decidió por la letra más fina del alfabeto, el sonido más delgado, para pensar en su uso. Una identificación, dice, entre las íes y sus afectos.
Nosotros retomamos esa reflexión para referirnos a “Saltillo”. Esta nuestra palabra madre, la que nos cobijó desde niños, bajo cuyo cielo transitamos hoy, vista bajo la perspectiva de una identificación con el afecto. Muy diferente a lo que ocurre en el caso de la a, la que, en términos de tamaño, lo que hace es “agrandar”: así, grandilocuente, aparatoso, ampuloso o faraónico, siguiendo al periodista español.
Esa nueva manera de observar la palabra que da nombre a nuestra ciudad hace que el cariño hacia la patria chica se crezca aún más. Nuestra ciudad, en nuestros afectos, y una letra, la “i”, que nos ofrece una bella interpretación de ello.