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La lista interminable

Si en algún momento de su tracalera existencia tuvo usted la desafortunada idea de perpetuar su herencia genética; o si por jugarle al vivo en la ruleta rusa del amor (el método del ritmo), su pistola le disparó una, dos, tres o más bendiciones, es probable que ahorita ande buscando hasta en las chamarras del ropero un poco de cambio con que sobrellevar lo que resta del mes.

¿El motivo? Temo que, de traerlo a cuento, ponga a llorar a la mitad de los lectores, pero es necesario desahogarlo de una buena vez:

Imagino que entre inscripciones, uniformes, cuotas y útiles escolares, usted ya está considerando salir al monte a cazar la próxima despensa porque eso de ir al súper –igual que el beso en la boca– es cosa del pasado.

Disculpe si omito algunos de los desembolsos a los que quizás está obligado en esta temporada, pero es que el único que depende de mí se educa a periodicazos (hablo de Jagger, no vaya usted a creer que me refiero a… algún funcionario).

A mí, como a cualquier niño normal, nunca me gustó la escuela. Sin embargo, no por ello dejaba de embargarme la emoción del regreso a clases: estrenar útiles, estrenar mochila, ese incomparable olor a nuevo (combinado con el aroma de la torta de huevo con chorizo).

Es un día de una gran contradicción sentimental. Aunque daríamos un brazo por prolongar una semana más las vacaciones, añoramos ver a nuestros amigos y a la güerita que no nos pela.

Es tan fuerte esta añoranza que hasta el niño prodigio de México, “La Mars” Aguirre, se reinscribió en el “pin… sistema retrógrado pen… en el que hemos estado sumergidos por toda nuestra vida”. ¡No, si la nostalgia es canija! Tanto que hasta el fenómeno de las redes va a estrenar su estuche de geometría Baco, su cuaderno Polito (forma italiana) y su pegamento del elefantito (nomás hay que vigilar que no se lo quiera meter por la narizota).

Este asunto me consterna porque, entre mis amigos y conocidos, con el paso del tiempo, lo único que he visto engrosar, además de su cintura, es la lista de útiles que año con año surten.

Y si algún “lushón” y/o “lushona” me sale con que no le duele, que no le pesa el gasto que hace en la educación de sus retoños y que para eso Dios les dio lomo, para partírselo trabajando para que a ellos nada les falte y bla bla bla…, al menos tendrá que admitirme que el derroche es, en términos ecológicos, preocupante.

No tengo antecedente (si usted sabe algo, compártamelo por favor) de que la Secretaría de Educación haya hecho algún estudio que reporte cuánto material de todo el que se solicita a inicio del año escolar se queda intacto al finalizar el mismo.

¿Podríamos conocer en qué porcentajes se emplea adecuadamente el material, qué otra parte se mal utiliza, y en qué cantidad no es sino un doloroso desperdicio?

Yo, en toda mi vida estudiantil, jamás me acabé un solo cuaderno de cien hojas durante un año escolar. (Aquí es cuando me dicen: “Pues por eso estudiaste Comunicación”).

Afortunadamente teníamos el hábito de reutilizar hojas, lo que no eximía a mi madre de gastarse una cantidad absurda cada año por estas mismas fechas.

¡Mesura, profesores! De verdad creo que un mismo cuaderno sirve para cuatro materias. Pero les encanta pedir como si dictaran cátedra en nanotecnología, y no son capaces ni de enseñar los fundamentos gramática y aritmética.

La situación es peor, me comentan, cuando se trata de instituciones de educación privada. Aquí de plano están convencidos de que mientras más hacen gastar a los exprimidos padres-clientes-incautos-rehenes mejor aprovechamiento van a obtener de los zopencos de sus hijos.

Quizás sea una cuestión cultural o no vaya con el estilo de un colegio de agringado nombre el fomentar el ahorro y el reciclaje. Aunque es necesario hacerlo, tanto por razones económicas como ambientales.

Porque si ni siquiera se le inculca a la generación venidera una preocupación tan elemental, no tendremos luego cara para preguntarnos dentro de unos pocos años por qué el mundo está como está: todo devastado y regido por cretinos.

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