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La Luna entre los dientes
A Magdalena Luna Luna, en fulgor doble.
En el pasado, cuando los soldados italianos sostenían cruenta batalla contra los árabes, llevaban entre los dientes panecillos en forma de media luna, con la clara intención de hollar un símbolo sagrado para el Islam. Así, la trituraban ante la mirada encendida de los fieles.
La Luna ha sido símbolo religioso ancestral, de feminidad, fertilidad u oscuridad, punto de referencia incluso para hablar del nacimiento de la filosofía. Claro, el andar en la noche iluminado por una uña blanca o una esfera ambarina, es el contrapunto para el pensamiento.
Se llama lunáticos a quienes abandonan el territorio de la razón. Los poetas le escriben a la Luna, los músicos, las artes visuales la representan y en ciertas tradiciones todavía se dice que si una mujer está en su Luna, es decir, cuando la sangre desciende de su útero, es tan poderosa, tan limpia y tan pura que no lo necesita, por ello no debe ingresar al ritual de temazcal, empleado para purificar el cuerpo. Y es que el temazcal es el gran útero y por tanto el universo, es la mujer misma.
Ítalo Calvino posee un extraordinaria narración en donde al navegar hasta cierto punto, dirigiendo una alta escalera, hay un momento en el que la Luna está tan cerca que puede escalarse hasta llegar a ella.
Desde que tengo uso de recuerdos -prefiero decir esto en vez de decir “uso de razón”-, la Luna en su esencia femenina me ha sido mostrada por más hombres que mujeres, ¿será una fascinación presentida sobre alguna emoción que no logran develar?
Yo a veces la olvidaba y eran los hombres quienes me la devolvían. El primero fue mi padre; con sus catalejos me invitaba a ver la Luna mientras ponía algo de música en su grabadora. Mi madre, por enseñanzas de mi abuelo, sembraba o plantaba árboles con la Luna nueva. Así que incluso su presencia invisible me hablaba de ella.
Tiempo después la Luna se convirtió en un apellido que escribía a diario, digamos que eran tan constante el diálogo con la palabra que designa a este satélite, que en cierto modo perdió su brillo. Así fue hasta una noche en la que un hombre me llevó a contemplar la Luna y las estrellas en un aire a punto de congelación con olor a pinos. Estuvimos allí, mirando el cielo. Ahora la Luna se convirtió en una forma de recordarlo.
A veces mi padre, cuando se enojaba, decía que se le había subido el apellido. Y cuando me abstraigo tanto en la escritura o en el trabajo y suceden cosas que me pasan inadvertidas, me digo y me dicen a manera de explicación: “ay Luna, andas en la Luna”; deberá ser, algo dentro mío mirará siempre hacia la Luna y menos a los asuntos inmediatos.
Recientemente la Luna dio forma a un día a la inversa. Estuvo presente en todo su espíritu ámbar, en dos ocasiones en las que estuve en desiertos remotos. Allí estaba como imposible sol blanco que vi ascender como lo hace la esfera solar; luego cayó en el horizonte, con una puesta lunar que todavía traigo en la punta de mis ojos.
Y cuando fui madre, a mi hija automáticamente la nombraron Luna creciente, un Luna que ya es Luna entera. Ambas compartimos un pequeño hallazgo que me aluniza en esta dimensión: saber que somos solo visibles en relación con el otro, en la mirada y convivencia con el otro, pues si bien la Luna rige sobre mareas y los ojos enamorados o delirantes, solo es evidente gracias al fulgor del Sol. Y cuando no, la Luna permanece oculta, vibrando en su ser o fascinando con su oscuridad que se tiñe de rojo en los eclipses, cuando finalmente se vuelve argolla que platea.