La niebla y el susto

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La niebla y el susto

Foto: Especial

¡Qué es llenarse los ojos de verde? Eso dijo mi madre que haríamos. Así que enfilamos el viaje. Los niños vamos con mochilas repletas de y lápices. Estamos en  una caravana de autos de la familia. Éste es un viaje de tres horas para llegar a un bosque. Y no sé cuáles formas veré, más allá de las fotografías de bosques lejanos o de los cuentos que mi madre nos narra antes de dormir..

Y yo que nací en el desierto, entre polvo y chimeneas de humo de Altos Hornos de México, lo verde que tengo en mente son las islas de mezquites a los lados de los arroyos que vamos a visitar los fines de semana, cuando nos perdemos en el desierto y sus venas líquidas. O los jardines breves cultivados por las madres de familia, que como la mía, buscan recuperar un pedazo del verdor de Nadadores, Coahuila.

Por la ventana abierta, un olor fresco que abre los pulmones da forma a nuestros rostros. A lo lejos, porciones de verde que más delante se convierten en pinos esbeltos. Parecen vigilantes a los costados de la carretera que se vuelven numerosos y se extienden por las elevaciones del paisaje hasta convertirse en alfombras altas donde el sonido tiene forma de alas y trinos.

Aparece un magnífico vestido: una tela cae sobre el paisaje, es la niebla, dicen. Así se llama. Y entramos a un cuento de hadas donde lo verde nos rodea a los costados y por encima de nuestras cabezas Ya no vemos es cielo libre ni horizonte alguno. Estamos en la espesura, rodeados de agujas que pinos y oyameles introducen de vez en vez por las ventanas, parece que tienen curiosidad ante nuestra presencia.

Llegamos. Apenas se detiene la marcha de los autos, y los niños abrimos puertas como si huyéramos de algo sumamente desagradable. Corremos. Todo es humedad en la tierra oscura. Altísimos pinos habitan un sitio donde flores y musgos se esparcen. Nos volvemos ojos, manos, lenguas que trozan maderos, que prueban la tierra.
Me mojo el rostro y las manos en la niebla, la huelo. No importa el frío. En cada carrera de un lugar a otro, la niebla me refresca.

Cuando se acaba la excitación inicial, el correr de un lado a otro. Me siento. Y un caracol inmenso, que años más tarde sabría que es un Helix aspersa, asciende lentamente por una roca. Lo tomo con cuidado y se convierte en una lengua suave y húmeda que se desliza en la palma de mi mano. Me quedo en esa sensación. Todo sus antenas y las hunde. Una vez. Y otra vez.

Quiero compartir el hallazgo y miro al frente. En una elevación mis primos están cubiertos por la niebla más espesa. Quiero entrar en ella, así que avanzo. Y una vez allí, entre sus risas y conversaciones, me doy cuenta de que la niebla se ha ido. Miro a otro punto y encuentro a otra parvada de primos envueltos en la niebla. Esta vez corro hacia ellos y cuando llego, la niebla se ha ido. Más tarde entendería que la niebla más intensa siempre estuvo allí y yo envuelta en su vestido.

Finalmente me tendí en el suelo húmedo. El caracol y yo esperamos a que los mayores armaran las tiendas de campaña cerca de un cuerpo de agua, que por la noche, atraerían a seres salvajes y magníficos a su fuente natural de agua. Pero no lo sabíamos.

Entonces nos convertimos en inexpertos vacacionistas que salieron huyendo al ver un oso llegar  hasta el campamento, en donde además, dejamos trozos de grasa y restos de carne en bolsas expuestas ante su agudo olfato.

Salimos huyendo en medio de la noche. Y pensé que eso era llenarse los ojos de verde, de verde con sus engarces de aves y sus pieles de osos, de verde que abriga y nos obliga a escucharlo, una mezcla de asombro y miedo. Verde que va directo a la memoria y lo coloca como una experiencia en la que quiero sumergirme una y otra vez.

Ahora vivo en Saltillo, en estos días ha vuelto la niebla. Inicia la estación con su presencia que da identidad a esta ciudad. Y yo abro la puerta de la ciudad. Me voy al bosque, a conversar con ella. 

claudiadesierto@gmail.com