La nieve del recuerdo

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La nieve del recuerdo

No hay saltillense que no cite con agrado el apellido de la familia Nakashima. Quienes ya peinamos canas (o no peinan nada ya) recordamos la antigua Nevería Nakasima -así se escribía entonces el apellido-, en su local de la calle de Aldama.

¡Qué nieves servía en aquellos años el señor Nakasima! Eran un banquete preciadísimo a que nos convocaban nuestros padres únicamente en ocasión de cumpleaños, terminación de estudios o fasto de primera comunión. ¡Así era de lujoso el agasajo!

La más popular y económica de las delicias que se servían en la Nevería Nakasima era el sundae. Así se escribe el nombre: “Sundae”. No debe escribirse “Sunday”. Sucede que el inventor de esa sabrosa combinación, americano él, era hombre muy religioso, y como el domingo es el día del Señor no quiso dar el nombre de “Sunday” a un frívolo platillo hecho de nieve, y puso “Sundae”.

Si la escarcela estaba más llena, entonces pedíamos un rascacielos, frágil edificio níveo hecho con cierto utensilio que daba a la nieve forma de cuadros, distintos a las redondeadas porciones que salían del instrumento con que se servían los helados.

Y si se nadaba en la abundancia, quiero decir, si traíamos mucho dinero -un peso cincuenta, o algo así- entonces se pedía el Paricutín.

Cuando uno pedía ese prodigio fabuloso todas las conversaciones se suspendían. La gente volteaba a verlo a uno con envidia, y las miradas se clavaban, ansiosas, en la puerta por donde saldría la mesera llevando, con igual recogimiento y fervor con que el sacerdote llevaba la custodia o el viático, aquella invención maravillosa. El Paricutín era un monte de nieve coronado por un cubito de azúcar. En el momento clave ese cubito era rociado con alcohol, y luego se le prendía fuego, de modo que el níveo volcán llegaba a la mesa de su afortunado poseedor llevando una espléndida erupción de llamas.

Con aire de millonario que sólo por compasión permite que otros admiren su riqueza, el dueño del Paricutín esperaba un rato antes de destruir esa maravilla. La flama se apagaba finalmente por sí sola, y entonces el gourmet de nieves tomaba el azúcar quemada con alcohol que había quedado y la consumía golosamente. Como en el matrimonio, lo mejor venía al principio.

En seguida comía la nieve, exquisita, claro, como todas las que hacía el señor Nakasima, pero para los niños lo mejor era aquello del azúcar con alcohol, porque como sabía a vino para nosotros tenía el inquietante sabor de lo prohibido.

Hacía también coronas fúnebres el señor Nakasima, que los saltillenses llamaban, sin eufemismos, “coronas de muerto”. Como era muy cuidadoso en cumplir bien sus encargos jamás le pasó lo que a aquel otro hombre que hacía también esas ofrendas. Un señor que enviudó le encargó una corona para su difunta esposa, y le pidió que pusiera en ella (en la corona) una banda o listón grueso que dijera “Descansa en paz”, por los dos lados.

El florista puso en el listón:

“Descansa en paz por los dos lados”.