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La Nochebuena se viene…
“No hay sermón sin San Agustín”, decía un refrán antiguo. Con esa frase era ponderada la sabiduría del Obispo de Hipona, gran santo porque fue gran pecador. En otros dichos populares aparece su nombre: “Más puede un burro negando que San Agustín afirmando”.
A Agustín le debemos esas palabras que decimos en el rezo del Rosario al referirnos a la Madre de Dios: “... Virgen purísima antes del parto, durante el parto y después del parto”. He contado que a mamá Gracia, mi bisabuela, le parecía impropio decir la palabra “parto” cuando rezaba el Rosario y había señoritas presentes. Decía: “Antes del éste, durante el éste y después del éste”.
La idea de la virginidad de la Madre de Jesús caló siempre muy hondo en el alma popular. En la literatura argentina se encuentra el nombre de un famoso repentista. Con ese nombre, “repentistas”, eran conocidos los payadores, o sea los copleros, capaces de componer sus versos en un instante, improvisándolos con inspiración. El Negrito Poeta de la Nueva España, llamado José Vasconcelos, como el filósofo de nuestro siglo, fue también un famoso repentista.
Pues bien: un cierto doctor Mateo le propuso al argentino Santos Flores la ardua cuestión relacionada con la virginidad de María. Lo desafió a que de improviso, y en verso, explicara el nacimiento virginal de Jesús. El intercambio de versos entre los dos personajes merece figurar en una obra de teología o apologética.
El doctor Mateo planteó el desafío:
“Escúchame, Santos Flores,
que te voy a preguntar:
¿Cómo, pariendo, la Virgen
doncella pudo quedar?”.
Responde al momento, sin pensarlo siquiera, el payador:
“Óigame, doctor Mateo,
que le voy a contestar.
Tire una piedra en el agua.
Se abre, y vuelve a cerrar.
Así, pariendo, la Virgen
doncella pudo quedar.
Gente que sabe de teología me dice que este razonamiento es cabal y valedero. Se parece a aquella otra explicación de la virginidad de María, cuando se habla del Espíritu Santo como de rayo de sol que penetra en un vaso de agua clara y llega hasta su fondo sin rasgar la superficie ni turbar el sosiego de la linfa, sin manchar para nada su pureza.
En la víspera de la Navidad, en Nochebuena, San Francisco de Asís hacía que sus frailes cantaran reunidos frente a la escena de la Natividad. Al Poverello, magnífico escenógrafo, debemos la invención del Nacimiento. Esa noche San Francisco ordenaba que se diera doble ración de paja a las mulitas y bueyes del convento.
Por su parte -y esto es poco sabido- Santa Teresa de Avila, la docta Doctora de la Iglesia, bailaba con sus monjas en Nochebuena, y tocaba para ellas, con gracia singular, las castañuelas. Quizá fue en una de aquellas ocasiones cuando Teresa cocinó para sus hijas aquel famosísimo guiso que sabía hacer tan bien, llamado “pisto”, hecho con carne, huevos y legumbres, y las invitó a comerlo diciéndoles:
-¡Venga, hermanas! Cuando Cristo, Cristo. Y cuando pisto, ¡pisto!
Recordaré esas palabras cuando llegue la Nochebuena; cuando después de rezar el Rosario en familia y de adorar al Niño nos sentemos todos juntos a la mesa. Daré gracias a Dios, y gozaré luego los manjares sabrosísimos. Y daré otra vez gracias a Dios, si Él me lo permite, por una Nochebuena más.