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La palabra de las cuatro letras

A mediados del pasado siglo se representó en Saltillo la obra teatral “El Divino Impaciente”, de José María Pemán, escritor español, franquista. Jorge Mairós, español también, actor y director, reunió un grupo de aficionados y de ellos hizo en unas cuantas semanas un conjunto de actrices y actores aceptables. Entonces existía el teatro de aficionados. Quienes ahora actúan son todos profesionales, aunque salgan a escena por primera vez, y si alguien les pregunta si son aficionados ponen la misma cara que una mujer -o un hombre- cuando le dicen la palabra de las cuatro letras.

“El Divino Impaciente” se presentó, si no recuerdo mal, en el gimnasio de la Sociedad Manuel Acuña. Estaba el teatro Obreros del Progreso, que tenía una magnífica acústica -ahí actuó la compañía de Pepita Embil y Plácido Domingo-, pero quienes participaban en aquella representación eran muchachas y muchachos de buena sociedad, y la buena sociedad no veía con buenos ojos a la Obreros del Progreso. Podía ir ahí a ver actuar, pero no a actuar.

Se llenó el gimnasio, parte porque todos los familiares de los noveles actores fueron a verlos “trabajar” -otra expresión del argot teatral-, parte porque la obra fue muy recomendada por los sacerdotes al final de las misas –“Avisos para la presente semana”-, pues su tema era religioso: trataba nada menos que de la vida de San Francisco Xavier. El autor de la pieza le puso por título “El Divino Impaciente” porque a San Francisco se le quemaban las habas por ir a evangelizar a los paganos, con la esperanza de hacerse martirizar por ellos.

El reparto era numerosísimo. No creo que en otra obra representada aquí haya subido tanta gente al palco escénico. A más de San Francisco salía San Ignacio de Loyola, estupendamente representado por un talentoso y agradable muchacho llamado Carlos Pérez, que hasta cojeaba en la vida real, como el fundador de la Compañía de Jesús.  Junto con ellos aparecía toda una cohorte de jesuitas; salía una multitud de infieles orientales -japoneses, entiendo-; otra de nobles españoles: damas, hidalgos, duques y marqueses. Aquello parecía convención. Se las arregló Mairós para llenar el foro, pues como buen empresario sabía que en el teatro de aficionados mientras más gente haya en el foro más público habrá en la sala, y más dinero en la taquilla.

Asistió el señor Obispo Guízar acompañado de sus familiares. Los familiares de un Obispo no son sus familiares: son los sacerdotes que lo acompañan cada día en sus funciones. Concurrió igualmente todo el presbiterio; fueron las religiosas, los seminaristas, las socias y socios de las diversas cofradías y archicofradías de la ciudad, los catequistas... Con ellos se llenó el teatro. También hubo público en general, pero poquito.

La representación fue un éxito. La obra, si no recuerdo mal, está hecha en verso, y Mairós recitaba con sonorosa voz aquellas largas tiradas -parlamentos- llenas de ideas sublimes. La vida de San Francisco era narrada desde la más temprana vocación del santo hasta su martirio sanguinoso. Al bajar el telón final todos estábamos llorando, hasta el señor Acosta, el tramoyista, a quien llamábamos el Turiquiche, pues había hecho ese papel en una zarzuela. Cuando, el último de todos, salió Mairós a recibir el aplauso del culto público, el teatro entero se puso en pie y le tributó una ovación atronadora.

En aquel tiempo yo era actor. Lo sigo siendo todavía.