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La primera piedra
En una vieja librería de viejo, en Oaxaca, hallé un libro singular. Es un volumen de versos escritos en 1899 por don Andrés Portillo. Llamó mi atención un poema, “La mujer adúltera”. que llena mi espacio hoy, como dice la correspondencia burocrática, “para los efectos a que haya lugar”.
“ Ha veinte siglos, en el templo un día
daba Jesús al pueblo con dulzura
lecciones de inmortal sabiduría,
consejos de perdón y de ternura.
Y llegaron a Él los fariseos,
los hombres del sofisma y de la argucia,
para cumplir sus bárbaros deseos.
“Tentémosle -dijeron- con astucia:
si se atreve a absolver de crimen fiero
falta al precepto de Jehová sublime;
mas si castiga impávido y severo
no es el humilde, el ínclito Cordero,
el Cristo que redime”.
Mostráronle una joven descarriada,
adúltera infeliz que tosca gente
la llevaba arrastrando maniatada.
Cuando vio al Redentor la delincuente,
cubierta de sonrojos
bajó la impura frente,
cerró los labios y cayó de hinojos.
“Las mujeres así, tan degradadas,
-dijo un escriba de mirar siniestro-
según las leyes de Moisés, sagradas,
deben morir a golpes y pedradas.
¿Qué dices tú, Maestro?”.
Y Él contéstole con acento airado,
aquel acento que al infierno arredra:
“El que esté limpio de tal vil pecado
puede tirarle la primera piedra”.
Huyó la muchedumbre delatora,
con miedo y con vergüenza,
y el Señor perdonó a la pecadora.
Mas desde entonces ¡ay! del mismo modo
es la mujer adúltera proscrita,
lleva en la frente su sentencia escrita
con lágrimas y lodo;
sus padres y su esposo, el mundo todo
la llama ingrata, pérfida, maldita.
A los que viven en el vicio hundidos
con trajes de señores
y hacen gala de adúlteros amores,
se les llama Tenorios atrevidos,
de dichas y de amor conquistadores:
figuran en el mundo los primeros,
la sociedad les abre sus salones,
y a esos corsarios del amor ladrones
les llama caballeros.
Pero si una mujer ha delinquido
la arroja sin piedad de su presencia
después que la sentencia
al oprobio, a la cárcel, al olvido...
Desde entonces también la voz del cielo
alza y defiende a la mujer liviana
cuando la arrastran por inmundo suelo
la seducción y la injusticia humana.
Hay una voz que grita en la conciencia:
“¿Dónde está el hombre justo, el impecable?
El que conserve intacta su inocencia
¡tire la piedra a la mujer culpable!”.