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La segunda cosa más despreciable
Para la gente que, como yo, le molesta e irrita todo aquello que escapa a su comprensión, México no es precisamente el mejor lugar para vivir.
Son demasiados los asuntos que en nuestro País quedan irresolutos, a merced del muy personal criterio de cada individuo y de la especulación.
Los días, meses y años transcurren acumulando nuevos expedientes que jamás habrán de cerrarse, interrogantes con las que se nos obligará a vivir a perpetuidad. En México rara vez llegamos al fondo de las cosas y nuestra atención, curiosidad e indignación son rápida y constantemente desviadas en diferentes direcciones para que no profundicemos en nada.
Han sido días aciagos y muy desafiantes para el movimiento feminista en este País. Primero conocimos la suerte de Ingrid Escamilla, quien como epitafio a su existencia fue vulgarmente exhibida por medios inescrupulosos que le robaron el último gramo de dignidad a su condición humana.
Como ya mencioné en este mismo espacio, desde mi punto de vista, estas filtraciones no son un accidente, no son un descuido ni un desliz, sino un malicioso acto deliberado.
Alguien nos quiere bien encabronados (lo que no es tan malo, ya que peor es vivir con miedo), pero es necesario siempre observar quién es el último en beneficiarse de cualquier suceso.
Luego, como si nos hubiese estado acechando, como si calculadamente hubiera esperado las horas necesarias para irrumpir en nuestras vidas justo en el arranque de una más de nuestras monótonas y rutinarias semanas, el horrendo caso de la niña Fátima saltó sobre nosotros con toda su ferocidad.
Parece que como País no tendremos un minuto de sosiego, ni siquiera para llorar o reflexionar y tratar de entender qué es lo que está ocurriendo.
La saña con que fue ultimada la menor, que hoy deshonramos volviéndola objeto de nuestra estúpida “opinología”, es sencillamente indecible. Y la respuesta del Jefe del Ejecutivo nacional es nada menos que irresponsable.
La reacción del movimiento feminista es unánime, aunque predecible y estéril: “¡Quémenlo todo!”, clamor que es una invitación a materializar el miedo, el coraje, la indignación, la frustración, la rabia y la impotencia a través de la destrucción colectiva de la propiedad pública. Lo que abre un nuevo debate y una nueva brecha entre el entendimiento de un problema que nos atañe a todos, no sólo a las víctimas directas de la violencia.
La única objeción que yo le pongo al “¡Quémenlo todo!” es que poco o nada contribuye a las víctimas pasadas y futuras de la violencia machista en México.
Si le encontrara algún valor pragmático (justicia restaurativa, esclarecimiento de algún caso, corporaciones más eficientes o comprensión cabal de este fenómeno) sería el primero en donar algunos litros de gasolina.
Las turbas iracundas son expresiones, desahogos, purgas, válvulas de escape, pero no necesariamente herramientas de justicia o de cambio social.
Las víctimas que han conseguido ganarle a la autoridad en su propio juego, aquellas que han logrado la más tímida diferencia en nuestro sistema de justicia, lo han hecho no gracias a un súbito y violento estallido, sino tras un largo, cansado, penoso y burocrático proceso por el que caminan en relativa soledad.
Estos procesos suelen durar años, consumen la vida de quienes los emprenden (y todos sus recursos). No tienen el heroico esplendor de una marcha que hace lucir (y sentir) a la manifestante como la protagonista del cuadro de Delacroix, “La Liberté Guidant le Peuple”.
Son abogados muy tenaces, asociaciones realmente comprometidas y víctimas muy resilientes, quienes se aseguran paso a paso de que el lentísimo brazo de la justicia se desentuma y haga lo que se supone que debe hacer.
Insisto, la manifestación enardecida sólo sirve para que todos se sientan mejor: “Para que el mundo sepa que soy empático con las víctimas, que estoy del lado correcto, que mi moral es superior, que soy valiente”, etcétera.
¡Pamplinas! Las víctimas siempre están solas, o casi. En cualquier caso, la muchedumbre, la multitud, el gentío no les hacen compañía real y menos en su modalidad virtual.
El Gobierno de la autoproclamada Cuarta Transformación se ha mostrado inepto e insensible ante el fenómeno de la violencia de “género”. AMLO en concreto, lejos de aportar certidumbres, se deslinda en su responsabilidad y sus excusas a veces hieren y ofenden.
Salir a manifestarse para reprochárselo es un derecho inalienable y puede ser altamente gratificante.
Empero, se corren dos riesgos: el de no aportar absolutamente nada a la causa de la víctima y el de caer en un sucio juego político, sí, aunque el Presidente se merezca al día de hoy todas las diatribas y vituperios.
Yo no recuerdo si así se puso la sociedad con el caso de Paulette Farah (o es que no estaba de moda salir a “quemarlo todo”). Que yo recuerde, el caso se siguió de manera pasiva, casi como una telenovela de horror.
Hoy la madre y la tía de la menor, dicen tener plenamente identificado al perpetrador, así como a la problemática (familiar) que derivó en esta tragedia, misma que dicen que se remonta a años atrás. Pero en su errático discurso salen alternadamente los nombres del Presidente y la Jefa de Gobierno capitalino.
Repito por tercera vez: lo que se lleven nuestros gobernantes de repudio y diatribas, bien ganado se lo tienen, por su tibieza e incapacidad.
Sólo le pido que estemos atentos, muy atentos, para descifrar si hay lucro político en todo esto. Porque la segunda cosa más horrenda y despreciable, luego del crimen de una menor, sería el sacar provecho del mismo.