La unión de un pueblo

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La unión de un pueblo


Para el doctor Luis 
Barrón y su familia, 
con cariño.

 

¡Cuántas imágenes de su gente! ¡Cuántas del paisaje que nos ha acompañado toda la vida! La solidaridad en el gesto, la atención brindada en cada servicio. El orgullo de pertenecer a una gran urbe en la que todo se mueve con la precisión de un reloj.

La ciudad que acoge y nos sonríe desde la esquina en donde está la venta del periódico y las revistas; o en el puesto de enchiladas; las gorditas de nata; los hot dogs; las patitas de pollo que, a la distancia, parecieran papas fritas; tortas, helados, tacos.

Una ciudad que llega y ora y se confiesa en la Catedral o en la Basílica de Guadalupe. En la primera se postra ante el Cristo Negro; en la segunda llora al ver la imagen de la Guadalupana.

El que lleva y trae la trajinera de Xochimilco, el cilindrero de Coyoacán, el vendedor de fotografías antiguas en el Zócalo. El encargado de las librerías, la de viejo, la Gandhi, la de Porrúa. La mujer que vende los boletos en el Palacio de Bellas Artes; la que lo hace en el Museo Nacional de Antropología y te auxilia en la compra al avisarte de los costos más bajos si traes tu credencial de estudiante o de maestro.

Cubierta de follaje y de color morado la jacaranda en flor los meses de marzo, abril y mayo. El verde que cubre el Valle; el laberinto naranja del Metro. La confianza en este lugar para depositar tu boleto en una bolsa transparente que alguien recogerá más tarde, pues hoy no funciona la máquina que lo escanea.

La mujer que te saca de apuros en la otra máquina lectora de boletos y te regala un “cambio” para que completes el que te va a trasladar esa tarde rumbo al Monumento a la Revolución. No se le volverá a ver, piensa uno, pero ella hizo más agradable la espera del Metrobús al escucharla contar, teniendo la escultura a la vista, cómo había sido y para qué el Caballito de Sebastián.

El guía de turistas que te acompañará a las pirámides de Teotihuacán y sonreirá contigo poniendo en el traslado al día canciones que ya ni recuerdas, mientras te hace una detallada explicación de cómo fue que los cerros en el Estado de México se fueron poblando y cómo funcionará el teleférico. Y Abel, el otro guía, que muy adentro en su papel, con el orgullo de haber nacido en Ciudad de México, te habla de Tlatelolco y la Plaza de las Tres Culturas. Que hace imaginar cómo ocurre en ese espacio la fusión de tres civilizaciones, y da para pensar en que él y nosotros somos ahora el resultado de esa mezcla. Nuestra piel; nuestro cabello; la mirada y la sonrisa. El hondo misterio que abriga nuestro espíritu y que ha permanecido en nuestras venas durante siglos.

Esos mexicanos, ellos, nacidos en la capital de la República. Oriundos de la mítica, de la emblemática, de la sensual, de la fortalecida, Ciudad de México, son ellos quienes llegan a la mente. Nuestros amigos, nuestros compañeros en este transitar. Ellos que ahí nacieron y que cada día refrendan esto amorosamente.
Ellos, en su paisaje, en su horizonte, son los que ahora enfrentan con orgullo y solidaridad a toda prueba el feroz embate de la Naturaleza. Ellos, valientes, que salieron a las calles para ayudar. Que salieron a las calles para continuar siendo uno mismo. Uno solo. Unidos en la desgracia, en la tragedia, en el dolor.

Y nosotros, mexicanos igual que ellos, pero mexicanos de este lado, buscando ser con ellos también uno solo. Las demostraciones de solidaridad y respeto por el pueblo de México llegaron emocionada, entusiasta y devotamente de todos los puntos cardinales del resto del País.

Jornadas de dolor, pero con un México unido, siempre. De nuevo azotó la desgracia. Tanto en la querida Ciudad de México, como en comunidades de igual de amados en: Morelos, Puebla, Chiapas, Oaxaca.

Pero, de nuevo, como País estamos juntos para enfrentarla y fortalecer cada vez con mayor intensidad los lazos que, como ramas poderosamente entretejidas, no se verán quebrados nunca.