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Las cosas de ‘Cagancho’
Joaquín Rodríguez, “Cagancho”, fue una de las más grandes figuras de la torería.
No es un bonito apodo el de “Cagancho”, ciertamente. Jardiel Poncela solía decir que el nombre daba lugar a pensamientos que nada tenían de taurinos. No iba el remoquete ni con el nombre ni con el tipo del torero, un hombre extraordinariamente guapo. Gitano de raza pura, hijo y nieto de gitanos, tenía ojos verdes y tez aceitunada. Fue ídolo de los aficionados, pero más de las aficionadas, y aun de las que no lo eran. Vestía con elegancia en el ruedo y fuera de él. Gustaba de los colores vivos en sus ternos de torear.
Solamente de un color no los usaba: el grana. Dos tuvo de ese tinte, y en las dos ocasiones que los llevó sufrió sendas cornadas. Otro del mismo color se había mandado hacer, y ya no lo vistió; se lo vendió a Chucho Solórzano. Gitano al fin, era supersticioso. ¿Habrá algún torero que no lo sea?
Era un diestro extraordinario. Alguna vez le preguntaron a Armillita quiénes habían sido sus mayores rivales en el ruedo. Respondió el Maestro de Saltillo:
—En México, Lorenzo; en España, “Cagancho”.
Decía Rafael Morales, “Clarinero”, cronista de toros de los que ya no hay, que cuando “Cagancho” daba una verónica con las manos desmayadas se detenía hasta el reloj de la plaza.
A más de artista de los ruedos “Cagancho” era hombre de grandes ocurrencias. Sus dichos quedaron en la memoria de los viejos aficionados. En cierta ocasión un entrevistador le preguntó cuál era el mejor torero, el español o el mexicano. Respondió:
—El chino, si se arrima más.
Otra vez vio un cortejo de monjes de la Trapa. Preguntó quiénes eran esos hombres.
—Son trapenses —le informó alguien—. Hacen voto de no hablar nunca.
—No cabe duda —comentó “Cagancho”, pensativo—. Hay gente pa’ tó.
Es decir, hay gente para todo.
Lo quisieron contratar para filmar una película. Él rechazó la oferta, pues se enteró de que debía presentarse en el set a las 6 de la mañana. Acotó, desdeñoso:
—No soy panadero pa’ estar levantado a esa hora.
A alguien se le ocurrió preguntarle si sabía hablar inglés.
—¡Ni lo permita Dios! —exclamó asustado.
Joaquín Rodríguez fue el primer torero que trazó la verónica con las manos bajas. Así daba a esa clásica suerte una elegancia y una hondura que no se habían conocido. Callaba la plaza entera cuando embestía el toro y el torero languidecía los brazos y se volvía estatua, y casi se detenía el toro para sentir también el ritmo de aquella lentitud que parecía eterna. Luego se oía el clamoroso olé que rubricaba la efímera eternidad del arte de Cagancho.
Grandes toreros ha habido siempre. Los hay también ahora. Entre ellos el nombre de Joaquín Rodríguez, “Cagancho”, es inmortal.