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Las guacamayas se comen (II)
Dije ayer de las guacamayas, especie de tortas que en León, Guanajuato, se confeccionan abriendo una pieza de pan francés y poniendo en su interior una quesadilla -de queso-, trozos de chicharrón durito, cueritos en escabeche, rodajas de cebolla en vinagre y salsa. También conté que cuando el cliente pide que su guacamaya lleve “Viagra”, el que la hace le añade un trozo cilíndrico de chicharrón, que clava en la parte superior de la pieza de pan a modo de erguido emblema sugestivo.
Lo que no alcancé a relatar es que Javier, el dueño del carrito callejero donde según es fama se preparan las mejores guacamayas de León, le preguntó a mi acompañante si la que iba a preparar para mí sería con o sin bautizo.
-Con bautizo -respondió mi anfitrión.
-¿Está usted seguro? -volvió a interrogar, cauteloso, el cocinero.
-Segurísimo -respondió el que me invitaba-. El licenciado es del norte.
Yo oía ese diálogo como quien oye hablar en chino. ¿Qué sería eso, me preguntaba, de “con bautizo o sin bautizo”, y qué interés tenía que fuera yo del norte? No inquirí, sin embargo, pues temí parecer receloso o timorato. Acabó Javier de elaborar la minuciosa guacamaya y me la tendió, como dudando, en un plato de cartón. Yo la empecé a comer con muy buen apetito, pues a esa hora de la mañana -las 10 sonaban ya- traía bastante hambre. Javier y mi anfitrión me miraban fijamente, cosa que me llamó mucho la atención. Pensé que esperaban mi opinión sobre la guacamaya. “Está a toda madre”, les iba a decir. Pero como el Cristo de la Montaña está ahí cerca dije mejor: “Está riquísima”. En seguida le pedí a Javier que me le pusiera más salsa, por favor.
-¡Lo ves! -le dijo entonces mi amigo a Javier con expresión de triunfo-. ¿No te dije?
Y tras decir eso me explicó lo del bautizo. Cuando por primera vez alguien que no es de León es llevado a comer las guacamayas de Javier, éste, de acuerdo con el anfitrión, le pone a la torta del recién llegado varias cucharadas de una salsa terriblemente picosa. Cuando el novato le da a su guacamaya la primera mordida, siente que le dio una mordida al fuego del infierno. Se pone colorado, suda y trasuda, se le salen las lágrimas y algunas otras liquideces más, y hace toda suerte de muecas y visajes para gozo del malvado anfitrión y regocijo del público presente. Yo, por fortuna, tengo muy buen paladar para la salsa, y mientras más picosa más me gusta. He resistido sin chistar las más ardientes salsas; las hechas, por ejemplo, con chile habanero o chile de árbol, y aun con otros chiles comparados con los cuales esos dos que cité son como turrón o pirulí para niños: el sietecaldos, de Chiapas, y el miracielo, de Tabasco. No me di cuenta del “bautizo”, pues, y ante el asombro de Javier, que me miraba boquiabierto, no sólo disfruté de aquella agua bautismal, sino además pedí que se repitiera el asperges. Además aquel fuerte condumio no me hizo ningún daño. Bendito sea Dios, que me dio tan buen estómago. El estómago -Cervantes lo dijo- es la oficina donde se fragua la salud del cuerpo.
Pero el almuerzo no acabó ahí. Dije ayer que a más de las guacamayas degusté otro platillo muy leonés, y ofrecí que hoy hablaría de él. Pero con eso del bautizo se me fue el santo al cielo. Mañana, Deo volente -si Dios quiere-, escribiré de esa otra gala de cocina, mejor aún que las famosas guacamayas, y daré su receta para gloria y honor de la gastronomía universal. (Continuará)