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Las mentadas ya no están a 20

Ahora sucede que ya no se puede mentar la madre a gusto. En casi todas las ciudades hay reglamentos municipales que imponen multas draconianas a quien se vaya de la lengua y diga maldiciones.

Si tal disposición se pusiera en vigor en Alvarado, Veracruz, la comuna tendría ya más dinero que Wall Street y el Vaticano juntos, pues los alvaradeños intercalan un “¡Hijo de puta!” entre cada palabra que dicen. Acá en Saltillo somos más bien morigerados en eso del lenguaje. Si acaso maldecimos es sólo en caso necesario, como el de aquel viejito que se murió de repente. Alguien le preguntó a su nieto:

 -¿De qué murió tu abuelo?

 -De maldiciento -respondió el chiquillo.

-¿Cómo de maldiciento? –dijo el otro sin entender.

-Sí -confirmó el niño-. Se fue cayendo de ladito y dijo: “¡Ah chingao, ah chingao!”.

(Siempre me he preguntado de dónde viene ese verbo mexicano, “chingar”, que tantas aplicaciones tiene, y tan útiles.

Los diccionarios dicen que la palabra tiene origen gitano: de la voz “zíngaro” provendría “zingar”, y de ahí nuestro galano verbo. En caló, que es el dialecto que hablan los gitanos, el verbo “alachingar” significa follar o fornicar.

No niego la validez de esa etimología, pero conozco una de mayor prosapia. A los desterrados de la Nueva España se les embarcaba en la nao de China, y recibían el nombre de “chinaos”. “Chinar”, o sea desterrar, se volvió sinónimo de  perjudicar o causar daño a alguien. De ahí provendría el término “chingar”. ¿Cuál de esas dos explicaciones es la más plausible? Sepa la chingada.

Será cosa difícil aplicar con justicia los reglamentos que se han dado en llamar “del buen decir”. Las malas palabras constituyen un alto porcentaje de nuestra habla cotidiana. Entre algunos cónyuges, por ejemplo, menudean las palabras duras. Una pareja de casados fue a una taquería. Le pidió la señora al mesero:

-A mí me trae una quesadilla, y unos tacos al cabrón.

-Querrá usted decir “al carbón” -la corrigió el camarero.

Replicó muy enojada la mujer:

-¡Usted no me va a decir cómo debo llamar a mi marido!

Yo me pregunto si la palabra “güey”, tan en uso especialmente por los jóvenes, será objeto de sanción. En ese caso ningún chavo -ni chava- quedará libre de culpa, pues todos se aplican ese apelativo unos a otros. Cierto campesino que vivía en un rancho alejado de todo centro urbano vino un día con su mujer a la ciudad. Oyó cómo los adolescentes se decían “güey” unos a los otros, y le comentó a su esposa:

-¡Carajo, tanto que batallamos pa’ hallarles nombres a los hijos, y acá todos se llaman igual!

Pienso que eso de la moderación lingüística va a ser letra muerta, igual que la Constitución General de la República.

Habrá problemas graves al aplicar las multas. Por ejemplo, un juez le dirá al acusado:

-En los términos del Reglamento del Buen Decir le impongo una multa de 500 pesos, pues el señor aquí presente se queja de que usted le dijo que fuera a chingar a su madre.

-Tenga mil, señor juez -le dirá el individuo-, y vaya usted también a chingar a la suya.