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Libros viejos, viejos amigos
Semanas antes de que llegara la pandemia estuve en la Ciudad de México, y comí con una linda chica a quien los organizadores de mi conferencia encargaron la tarea de atenderme. Fuimos al restorán del Hotel “Marriot”, de Polanco. Ese restorán tiene un curioso nombre “El pergamino”. Quizá fue el nombre lo que llevó a mi acompañante a hablar de libros. Me contó que pertenece a un círculo de lectura. Mensualmente se reúne con una veintena de compañeros y compañeras que desde hace años se han propuesto leer un libro cada mes. Le pregunté cuáles habían leído últimamente, y al oír la relación quedé poseído por un sentimiento de íntima vergüenza: ninguno de esos libros los he leído yo.
Y es que me citó las últimas entre las últimas novedades editoriales. Parece ser que los jóvenes que forman ese club quieren estar al día en sus lecturas, y leen lo más caliente salido del horno editorial. En cambio yo recelo de esas modernidades, y pienso que se debe esperar un tiempo antes de saber si un libro vale la pena de leerse. Además los autores de hoy son pertinaces en sus escrituras. Hacen trilogías (primera, segunda y tercera partes), y tienes que leer todos los tomos si quieres pescar el sentido de la obra.
Mi gusto me lleva, más que a leer, a releer. Vuelvo una y otra vez a los amados clásicos, y cada lectura es como la primera. En ellos sí encuentro novedades. El Quijote, por ejemplo, se lee siempre por primera vez. “Los hermanos Karamazov” es invariablemente una novedad editorial. Escritores como Flaubert, o Dickens, o Tolstoi recién acaban de escribir sus obras, así son de actuales. Y no digamos los más grandes: Homero, Dante, Shakespeare... Alfonso Reyes dijo: “Clásico es lo que sin ser actual es actual”. Los clásicos son en verdad los libros más actuales. Y, cosa curiosa, son también los más baratos. La última novedad de Pérez, el autor español de moda, me costó en Gandhi 390 pesos. Ahí mismo compré en 30 una edición preciosa de “La regenta”, de Clarín.
En verdad, los libros viejos son los más nuevos. Y los más baratos llegan a ser los más caros. Quiero decir, los más queridos. He aquí un lindo elogio que Felipe Teixidor hace del comprador de libros viejos:
“... El comprador de libros viejos (la palabra ‘bibliófilo’ tiene ahora un sentido demasiado presuntuoso, o demasiado caro) practica día tras día una obra de redención. Mercedario reformado, rescata a los cautivos de las librerías y baratillos. Y un buen día se encuentra con que ha reunido una colección de libros modestos, desdeñados durante años y años, leídos por muy pocos, y que solicitan su amistad. Obediente al reclamo el coleccionista los lee con amor, toma notas, les pone señales, y va preparando la hora en que han de volver, aunque sea en fragmentos, al torrente circulatorio de la cultura. Démonos prisa antes de que estos volúmenes, amables, curiosos y difíciles de encontrar, se dispersen y se pierdan definitivamente...”.
Cuando esta plaga acaba –porque acabará- volvamos a comprar los buenos libros viejos. Son los más nuevos.