Los avatares de la libertad

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Los avatares de la libertad

Hace una semana falleció Juan Gabriel. Sin duda ni discusión, uno de los artistas mas queridos, reconocidos y exitosos de todos los tiempos en México. Difícil encontrar alguna persona realmente ignorante absoluta de su obra o incapaz de tararear alguna de sus canciones.

Difícil también encontrar disidencias abiertas respecto de la calidad de sus letras, la musicalización de sus conciertos o las libertades a las cuales se atrevía cuando de prolongar el éxtasis del público se trataba. Como pocos, Juanga pudo aspirar a la unanimidad porque prácticamente nadie le regateó nunca el reconocimiento a su talento.

Pero como cualquier otro creador, en cualquier apartado del arte, “El Divo de Juárez” estaba —sigue estando— expuesto a la crítica, porque la apreciación estética es un punto de vista y en ese sentido el gusto o disgusto con el arte —como sinónimos de adhesión o rechazo a éste— representa uno de los muchos espacios en donde recreamos la libertad.

Y en eso todo mundo es —debe ser— libre: quienes tengan a Juan Gabriel como artista sin parangón y quienes consideren sus canciones indignas de sus oídos tienen absoluta libertad de asumir tal posición… Y también de manifestarla y explicarla en voz alta.

Porque al final, la posición personal en relación con el arte —sin importar cuántas personas más la compartan— es sólo eso: una opinión, un punto de vista, una decisión personal —intelectualizada o no, teóricamente soportada o no— respecto de a cuáles de sus manifestaciones nos adherirnos y a cuáles no.

Nadie puede decirse agraviado por la exposición de las posiciones ajenas, cuando éstas se realizan en uso de la libertad de expresión y aquí llego al punto: nadie puede, sin incurrir en un exceso, pretender hacer pasar por justo el desenlace del “affaire Alvarado”, provocado por el “atrevimiento” del hoy exdirector de TV UNAM, de escribir un artículo en el cual utilizó algunas expresiones —calificadas por él mismo— “clasistas”.

Hoy se festina, como se festinan demasiados desatinos con alarmante frecuencia, el “triunfo” de los defensores de la memoria de Juan Gabriel tras haber conseguido la cabeza de Nicolás Alvarado como trofeo de ocasión. Se justifica el hecho aduciendo, entre otras muchas inconsecuencias, la inadmisible presencia, en un espacio de la “máxima casa de estudios del País”, de un individuo “clasista”.

Para regodeo de la ironía, con la decapitación de Alvarado la UNAM —y su Rector— no hicieron sino demostrar su clasismo. ¿O cómo debe calificarse la intolerancia demostrada por una institución incapaz de permitirle a quienes trabajan en ella expresar sus opiniones libremente? ¿O acaso en la UNAM no hay cabida para la disidencia de pensamiento?

Se me conminará —como ya lo ha hecho un buen amigo— a tomar nota de un detalle relevante: Nicolás Alvarado no fue despedido por la UNAM, ni existe evidencia de planteamiento alguno, formulado por ninguna autoridad de dicha casa de estudios, en el cual se “invitara amablemente” al díscolo columnista a “ahuecar el ala” de TV UNAM.

Pero no hace falta la exhibición de tal probanza. El párrafo final del comunicado de prensa mediante el cual se dio a conocer la renuncia de Alvarado deja poco espacio a la imaginación: “La Universidad Nacional refrenda su compromiso con el esfuerzo y el talento de los miembros de su comunidad, así como con valores universitarios como la tolerancia, y el respeto a la pluralidad y a la diversidad”.

¿Existe acaso necesidad de refrendar el compromiso universitario con sus propios valores, en un boletín de prensa emitido con motivo de la renuncia al cargo de uno de sus funcionarios? Difícil imaginar algún motivo distinto al de realizar un guiño a la gradería donde se festeja ruidosamente el desmembramiento del hereje.

Poco o nada puede -o debe- decirse respecto de la vocación vociferante de la muchedumbre habitante de las redes sociales. En estos días en los cuales domina la “cultura hater” en internet, nadie puede llamarse a sorpresa ante la virulenta reacción provocada por el artículo de Alvarado.

Sorprende sí -y de forma por demás desagradable- la intolerancia exhibida por una institución donde, al menos en teoría, existe el más amplio espacio para las más diversas expresiones; una institución en donde, se supone, todos caben.

¿Nicolás Alvarado expresó su opinión sobre Juan Gabriel desde su posición como funcionario universitario? No; ¿Se tomó alguien la molestia de realizar un análisis, así fuera somero, respecto de si lo dicho por él está protegido por el derecho a la libertad de expresión? No; ¿Se tomaron en consideración sus derechos antes de “aceptar” una renuncia claramente provocada sólo por la suma de voces intolerantes? No.

Regodeados en el festín de su más reciente presa, quienes celebran la caída de Alvarado son incapaces de notar cómo su actitud tan sólo abona a los intereses de quienes anhelan un mundo en el cual la libertad de expresión no exista. Su clasismo no les da ni siquiera para actuar en defensa de sus propios intereses.

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3