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Los Miserables
“Al final del día tienes un día más de frío. Y la camisa en tu espalda no te resguarda del frío. Y los justos pasan deprisa. No oyen a los pequeños llorando. Y el invierno está llegando rápido. Listo para matar”.
Victor Hugo
Era en julio y era en Oaxaca. Para llegar a esa población, Santa María Tiltepec, en lo alto de la sierra, había primero que estacionarse una noche anterior en una comunidad más grande, Totontepec. A ésta se accedía luego de varias horas de camino por terracería. Una vez ahí, hasta Tiltepec se andaba de seis a ocho horas.
El sitio era de difícil acceso, con una maravillosa vista, espléndidos paisajes, sí, de un verdor en todas las tonalidades, pero con acantilados descomunales en un terreno muy poco firme. La carretera era de un solo carril, así que los vehículos habrían de hacer maniobras, muchas veces en medio de lluvias torrenciales, para poderse dar el paso uno a otro, con un problema aún mayor, la amenaza de derrumbes a lo largo del camino.
Las edificaciones de la comunidad de Tiltepec se dispersaban alrededor de la sierra. Acomodadas unas y otras al borde del acantilado, el espacio preferencial estaba dado a la iglesia, a la escuela y a la casa en que residía la autoridad.
Sus habitantes hablaban mixe. Muy pocos de aquellos habitantes conocía entonces español. Sin energía eléctrica, sin agua, era la Naturaleza la que forjaba entonces el sustento diario. Y la comida que ofrecían profusamente, porque era siempre lo que sí podían disponer: tortillas y frijoles. La carne, la fruta y las verduras eran servidas en ocasiones muy especiales, y casi siempre a razón de las visitas que recibían.
Muchos habitantes de Tiltepec migraban a la ciudad. Los jóvenes, apenas unos cuantos que hablaban español, animados por las misiones religiosas, se preparaban en Totontepec y algunos hasta viajaban a Oaxaca. Los que regresaban, los pocos que regresaban, enseñaban, intentaban enseñar, junto con los religiosos, el español y el arte de la evangelización. Se marchaban muchos otros jóvenes más para no regresar nunca. Su primera parada sería Oaxaca y luego intentarían llegar a la Ciudad de México. Otros más lo intentarían a Estados Unidos.
Situada a 2 mil metros de altitud sobre el nivel del mar, tiene en la actualidad 489 habitantes: 235 hombres y 254 mujeres. Los servicios de salud siguen siendo igual de deficientes que en la época que se narra líneas arriba. Lo mismo las condiciones de transporte y vialidad. Por contar con un clima predominantemente húmedo, las condiciones de sus casas son sumamente frágiles.
Vivir en lo alto de la sierra cuesta mucho a sus habitantes. Así en esta comunidad como en cientos de las que conforman no sólo nuestro territorio nacional.
También las de los habitantes de países de Centro y Sudamérica que, empujados por la pobreza y la delincuencia, han de migrar en busca de mejores condiciones de vida.
No puede uno imaginarse la travesía de todos cuantos deciden salir de una vida que les ahoga, donde no encuentran oportunidades. La de recorridos y penurias por los que han de atravesar para conseguir una vida. Una vida. No digamos ya un estado de comodidades y satisfacciones, sino una vida.
Ojalá desde la comodidad de nuestros hogares no seamos ciegos ni sordos ante las necesidades de quienes nada tienen y se aventuran a todo. Ojalá que no nos ciegue, en este mundo donde tan contrastante está el brillo del oro con la dureza de la piedra, la forma de vida en que nos contemplamos seguros y sin amenazas desde el sillón del hogar o el escritorio de la oficina.
Que nos haga sensibles el dolor y el sufrimiento de quienes de sus tierras se ven obligados a salir, no por gusto, sino por necesidades lacerantes de salud y alimentación.
“Los gritos en la oscuridad que nadie oye”, diría Victor Hugo.