Magia, no folclor

Usted está aquí

Magia, no folclor

A mi maestra Irene Ewald.

La luz de las velas inunda la hondonada en que se asienta el panteón de Janitzio, en Michoacán. Estallido luminoso en medio de la negrura de la noche. Cientos de fieles se congregan cada Día de Muertos continuando un ritual que lleva ahí desde tiempos inmemoriales.

El frío endurece los rostros y penetra en los huesos. Las mujeres llevan rebozo, algunas cobijas; los hombres, jorongos. Los rezos suben en murmullos al filo de la oquedad. Es un ir y venir constante de los habitantes de Janitzio, pero su andar tiene un milenario ritmo pausado. No apresuramientos, logrando olvidarse de los turistas; calmosos pasos que combinan con la cadencia de los movimientos; se hincan, colocan las ofrendas: flores, comidas, puestas en manteletas tejidas primorosamente para sus muertos. Se disponen a la oración.

Fue así como lo recuerdo. Una visita inolvidable a Janitzio en la celebración de la Noche de Muertos, en el lejano 1987. Profundamente vívida, profundamente auténtica. La noche se vuelve mágica, entrañable, única.

Son horas y horas en que los fieles conviven con las almas de los difuntos en una comunión arraigada en la creencia más fervorosa. La luz que ilumina estas horas pareciera que incendia el panteón.

Emociona la profunda devoción de los fieles. Sus manos disponen morosa y amorosamente los objetos que acompañan a cada ser querido en el más allá. Su concentración en la tarea es abstracción. Mientras, el aroma del café y las comidas. Y sobre ello, el mareante, intenso y agradable olor del cempasúchil, cuyo oro resplandece al contacto con el fuego de las velas.

Las horas de la mañana es el paseo por la isla. Una isla de una sola calle en la que la pobreza hacía gala: animales sueltos y mucha basura al paso. La venta de charales y la venta de rebozos, que seguro harán falta en la más profunda frialdad de la noche.

Antes del viaje de quien esto escribe, estuvo en Janitzio el cronista Jaime Avilés, a quien le tocó presenciar el entierro de un niño de un año, muerto por la insalubridad de la isla, y luego de un incendio que terminó por arrasar el templo, llevándose a su paso la figura del santo patrono de la isla y la de la Virgen de la Purísima. Habitantes doloridos que por décadas lo han sido, pero sostenidos en una fe que va más allá del corto entendimiento.

Una isla singular enclavada en el lago de Pátzcuaro. Destellos de plata que hipnotizan al viajero. Los mismos con los que habrán de luchar los ojos de los pescadores que a la ganancia del charal apuestan sus vidas.

Vidas difíciles frente a duras condiciones, pero arraigados en profundas creencias. Lo que, a su vez, los vuelve decididos y fuertes.

Su celebración, más que el folclor con que se toma en muchas partes de nuestro País e incluso ahí mismo entre los visitantes, es de lo más sincero y auténtico. Sus profundas conexiones con un mundo que es tan difícil de aprehender prefiguran lazos cargados de misticismo y luces para andar en el camino que sigue delante y que da miedo enfrentar. Pero a ellos no. La luz, esa luz que ilumina de tan potente manera la hondonada en que están sus muertos, les guía en el sendero.

Muestra del México profundo. Reflejo de un tiempo, de un momento, de una época que en su magia y encanto deseamos que permanezca. Fieles que nos recuerdan la verdad de la existencia humana.

Sus rezos, sus flores de cempasúchil, sus velas encendidas, ese incendio de panteón, sus rostros endurecidos por el frío y por la vida dura de todos los días, en una oración que se dirige, con fervor, emoción y amor al misterio de la vida en el más allá.