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Males de entrepierna
París no es una ciudad.
París es “la ciudad”.
Cada vez que voy a esa cumbre de humanidad que es París visito un lugar que no es para turistas, sino para viajeros: el cementerio del Père Lachaise. No es un panteón: es un hermoso bosque donde hay tumbas. Y no de cualquier gente, sino de gente que ha hecho la gloria de Francia, y la del mundo.
Voy ahí a cumplir una peregrinación sentimental. Cuando salí de la niñez y entré en la juventud -me refiero a mi primera juventud; la segunda la estoy viviendo ahora, y es aún mejor que la primera- leí una novelita que me causó impresión profunda. Una vez mi tocayo Armando Javier Guerra nos pidió a varios amigos suyos que dijésemos en público de la gente cuál de todos los libros que habíamos leído ejerció en nosotros influencia mayor. Yo mencioné esa pequeña novela. Se llama “Poquita cosa” -en francés “Le petite chose”-, y su autor es Alphonse Daudet.
No diré por qué me impactó tanto. Eso sería como encuerarme delante de la gente, con perdón sea dicho. Lo que sí diré es que voy al Père Lachaise porque ahí está la tumba de Daudet, y le llevo flores. No sólo a él le rindo ese homenaje floral: en otra tumba cercana, la de Chopin dejo también un ramito, éste de violetas de Parma, flor predilecta del polaco.
La devoción que siento por Daudet es grande, tan grande que no me importó saber, por un artículo aparecido en “Nexos”, que Daudet era sifilítico. Por principio de cuentas todo artista que se respetara en el París del siglo diecinueve debía tener sífilis. Era una enfermedad considerada chic; estaba de moda entre los franceses, tanto que en el resto del mundo la sífilis fue conocida como “el mal gálico”. Luego, Daudet halló en el mal inspiración para su arte. Escribió páginas doloridas sobre su condición de sifilítico, que consideraba natural efecto de su vida de artista.
Suelo decir en algunas de mis conferencias que en cuestión de enfermedades venéreas la generación a la cual yo pertenezco fue muy afortunada. Explico: “Cuando había sífilis nosotros todavía no. Y ahora que hay sida nosotros ya no”. Dejo que la gente acabe de reír y luego añado con una sonrisa: “No se crean”. Entonces la gente ríe más. Será que sí se creen.
¡Pobres muchachos y muchachas los de ahora! Con eso del sida un brinquito mal echado puede traerles la muerte. Por eso decía un señor que era padre de hijo adolescente: “Me gustaría que mi hijo tuviera su iniciación sexual con una muchacha sencilla, decente, de buenas costumbres; una que solamente tuviera gonorrea”.
En efecto, la gonorrea o purgación era la mayor amenaza sexual de nuestros tiempos. Y te librabas de ella con un chingazo de penicilina. Ahora la sábana de la cama donde los jóvenes se dan un acostón puede ser su mortaja. Por eso alabo a la sabia señora que, conocedora de las realidades del mundo actual y de la vida de ahora, les compró condones a su hija y a su hijo, jóvenes en edad de ejercer su juventud, y les enseñó la manera de usarlos. “Con esto no les digo que lo hagan -explica-. Les digo nada más que si han de hacerlo lo hagan bien”.
Aplausos míos para la señora. Eso es amor de madre.