Yo procuro vivir intensamente para después recordar intensamente. Decía mi tía Conchita, única hermana de mi padre: “Al final nomás los recuerdos quedan”. Y digo yo que la nostalgia es cosa de quien ha vivido. No la tienen los que han vivido la vida en tono gris. En cambio aquél con quien la vida ha sido generosa le escribe cartas de amor continuamente y le dice: “¿Te acuerdas?”.

Yo, como el letrero de pulquería que recogió Elena Garro, tengo recuerdos hasta del porvenir. Del presente también tengo recuerdos. Por ejemplo, me acuerdo de que estoy escribiendo ahora acerca del recuerdo. Pero de lo que tengo más recuerdos es del pasado. Eso es más fácil: tratándose de pretéritos hasta el imperfecto nos da recuerdos bellos. “Ningún mayor dolor -escribió Dante- que acordarse del tiempo feliz en la desgracia”. Mmmm... Quién sabe. Lo digo con el mayor respeto para el autor de esa humana tragedia que es la Divina Comedia. Cosa más triste debe ser hallarse en la desgracia y encima no tener un recuerdo feliz para evocarlo.

A algunos la Navidad les da tristeza. Y los entiendo: quizá perdieron a aquel amado ser con el que la gozaron; o los días navideños les reviven memorias pesarosas de una niñez amarga; o piensan en el dolor del mundo, junto al cual no pueden estar las alegrías de la temporada. No me hago fuera de razón: también tengo tristezas, y padecí temores cuando niño, y no soy ciego al panorama de lo internacional. Pero sucede que tengo 13 nietos ya, y eso es como tener en casa 13 navidades. Con una quizá podría yo estar triste, pero ¿cómo estarlo, dígame usted, con 13?

-¿Está contento entonces, licenciado?

-Mucho. Y si no me lo cree míreme. Estoy sentado en mi sillón releyendo las aventuras de ese Quijote inglés llamado Pickwick, inventado por otro inglés quijote, el señor Dickens. Estoy bebiendo un ponche al que le puse añadidura de ron venido de Jamaica. Me llega de la cocina aroma de tamalitos calentándose... No es mucho lujo eso: un libro viejo, una taza de ponche, un rico manjar de pobres... Y sin embargo ¡cuánto lujo!

Ahora cierro los ojos un momento y me veo otra vez ante el aparador de la Ferretería Sieber, por la callede Zaragoza de mi amadísima ciudad, Saltillo. Son los primeros días de diciembre, y en sus aparadores han puesto un cuadro plástico, antes de que las niñas de los colegios salgan de vacaciones.

-Perdone, licenciado: ¿qué es un cuadro plástico?

-Es un género tan desaparecido como la verdad. Le voy a decir qué era un cuadro plástico: era una especie de grupo escultórico formado por personas que se quedaban quietas para que las miráramos. La gracia estaba en el gesto, pero sobre todo en la inmovilidad. Este cuadro plástico que ahora veo representa la

Anunciación. Una linda muchacha de cabellos negros -de ella me enamoré al mirarla- hace de Virgen María, y otra muy rubia es el arcángel San Gabriel. De ella también me he enamorado, pero para después, cuando no sea arcángel hombre. La Virgen está arrobada. El mensajero celestial le ofrece una azucena. Ambas muchachas están inmóviles, como estatuas de mármol color carne. O al revés, según se vea: como estatuas de carne color mármol. Perdóneme si me quedé callado. Me ensimismé –me enmimismé- en el recuerdo, en aquel recuerdo de los cuadros plásticos, y de las vírgenes y los arcángeles...

-¿Está contento entonces, licenciado?

-Mucho. En los días de Navidad yo siempre estoy contento.